“Me llamo Jonh Ford y
hago películas del Oeste”, fue la frase lapidaria
del director de “Centauros del desierto”. El finlandés Aki Kaurismäki ,
hace ya unos cuantos años, también proclamó una de esas frases que hacen
historia: ꟷ”Soy borracho, soy
rocker, soy comunista”. El historiador Peter von Bagh dijo que “Aki Kaurismäki
es un bolchevique de corazón”, porque,
como afirma Margaret en Contraté a
un asesino, “la clase obrera no tiene patria”.
Los dioses de su hogar
son Bresson, Yasujiro Ozu y Chaplin, aunque también suele pasearse por ese
jardín secreto su amigo Jim Jarmusch, o alguna tarde aparece Buñuel para tomar
un café…, incluso Jacques Becker o Jonh Cassavetes. Y mientras toda ese resplandor tomaba asiento
en el salón de sus aspiraciones, él se fue
labrando una reputación haciendo películas violentas, ambientadas entre las
clases sociales más desfavorecidas, a menudo con situaciones y personajes
extravagantes, llegando a fundar junto a Mika Kaurismäki, su hermano mayor, la distribuidora cinematográfica Ville Alpha
en honor a la película Alphaville de
Jean-Luc Gordard, convirtiéndose en uno de los directores de culto más
relevantes del cine europeo, realizando películas cortas, con pocos diálogos y
una ambientación en un presente muy atemporal.
Su cine es frío, sentimental, cómico y dramático, todo a la vez, y lleno de
unas señas de identidad inconfundibles. Conocido por su estilo extremadamente
minimalista, con él aprendimos que para invocar las esencias del cine mudo no
había que imitarlo plano a plano, buscando el aplauso fácil. Todo su cine,
desde Crimen y Castigo pasando por El Havre, integra con cierta naturalidad
la gramática visual, la inteligente candidez, la depuración del trazo, el gusto
por la singularidad, la elocuencia de los rostros y ese marxismo melancólico de
sus maestros de referencia. Y con todo ello logra ese cine inconfundible por
donde se cuelan ráfagas del gélido viento del norte templadas por los vapores
de las dulces borracheras. Con Kaurismäki aprendimos que la Europa del
bienestar procede del sacrificio y la lucha de los desposeídos, de la clase
trabajadora y humilde que el cine nunca hubiera debido abandonar. Volviendo a El Havre: cada vez que la visiono de
nuevo sigo preguntándome cómo es posible dibujar un bodegón humano lleno de
esperanza, solidaridad y triunfo, uno de esos que se quedan grabados para
siempre en la memoria, con tan sólo unos precisos toques de pintura y color, y una deslumbrante pureza poética en la puesta
en escena. Impresionante.
Nacido en Orimattila,
Finlandia, en 1957, desde 1989 vive con Paula Oinonen, su esposa, a caballo
entre Portugal y su país de nacimiento, porque, según afirmó “en toda Helsinki
ya no quedaba ningún lugar donde pudiera
colocar la cámara” (no sabemos si lo dijo aplicando a la frase cierta dosis de
humor). Fue el tercero de cuatro hijos de una familia de clase media que vivió
en siete ciudades diferentes antes de que pudiera completar la Secundaria.
Tanto él como su hermano, pronto mostraron interés por el cine, pero, Aki, al
ser rechazado en 1977 en la Escuela de
Cine, empezó a estudiar Periodismo en la Universidad de Tempere, mientras su
hermano mayor estudiaba cine en Munich, el mismo que lo implicó en el tema
audiovisual y con quien coescribió el
guion de Valhtelija. En 1983 debutó
en la dirección con Crimen y Castigo,
una adaptación de la obra de Dostoievsky.
Kaurismaki es productor de sus películas y tiene sobre ellas absoluto control. Las historias son
siempre protagonizadas por personajes sencillos.Títulos como Agárrate el pañuelo, es sólo una muestra.
Su leit motiv es la búsqueda de la
felicidad en un cine de perdedores. Él también se considera un perdedor. Siempre
a la defensiva y abiertamente provocador, también lacónico, se preocupó por
devolverle al cine la esencia perdida y por reivindicar a esa clase trabajadora
que lucha por abrirse camino en un mundo despiadado y feroz. Pero sobre todo lo
que expone bien a las claras en toda su obra es ese particular sentido del fatum que la atraviesa. El devenir surge
de la fatalidad, que es el enemigo de los antihéroes de Kaurismäki, una
fatalidad que siempre se ceba con la clase obrera. La otra clave es el optimismo,
el talante animoso que anida en los que son golpeados, que siempre están dispuestos
a escuchar una canción de rock o u tango
mientras apuran cada trago de esta vida. Sus personajes luchan por evitar la
derrota o por paliar, al menos, sus efectos. Pensemos en Sombras en el paraíso, Ariel o La chica de la fábrica de cerillas.
Lo cierto es que los personajes de cada una de sus películas están revestidos
de una inconfundible dignidad natural. Algo que permite valorar su condición y
provocar al mismo tiempo la empatía con el espectador. Del contraste de esta persistencia
y de la distancia con la que el director trata visualmente a estos personajes
surge un estilo narrativo muy particular y bastante atractivo. Refiriéndonos a
ese “distanciamiento” en la que coloca a sus personajes, habría que hablar de
sus gustos por ciertos actores, por cómo su elección a la hora de dirigir se
cierra sobre un grupo que incluye nombres como el de Matti Pellonpää, Kati
Outinen o Elina Salo, entre otros, porque Kaurismäki siempre ha defendido que
los actores no son marionetas que están todo el rato agitando las manos delante
de la cámara como si fueran un molino de viento, no, son seres humanos de carne
y hueso, con sangre, porque la magia de la película está entre la cámara y la
mirada del actor, a lo que añadir la expresiva dirección de fotografía de Timo
Salminen. El mundo es para el cineasta un lugar desolado y sin sentido,
volviendo a afirmar su nihilismo radical.
Historias por las que
los personajes a los que el aislamiento social, la precariedad laboral o la
desolación afectiva, no sólo les ha enseñado a resistir, sino también al valor
que tiene cada gesto solidario y encontrar a alguien en quien poder confiar.
Pero ese amor casi siempre está exento de cualquier atisbo romántico. Las
relaciones afectivas llevan consigo
parte de nostalgia. Son seres de raigambre existencialista. Ni un dios,
ni la razón, ni la felicidad…, pueden proveer las normas de la vida. Las únicas
reglas morales que rigen a estos personajes son las que ellos mismos eligen
libremente. Pongamos por caso la película Sombras
en el paraíso: su protagonista, el joven Nikander, que trabaja como
basurero, la invitado a cenar a Ilona, la chica que no hace mucho conoció en
un supermercado donde trabajaba de
cajera. Una vez sentados en la mesa de un modesto restaurante, ella le
pregunta: ꟷ”¿Qué quieres de mí?”.
A lo que él, tras ofrecerle vino, le responde: ꟷ”Yo no quiero nada de nadie. Yo soy Nikander, antes
matarife, ahora conductor de camiones de la basura, con los dientes malos, el
estómago también, el hígado me funciona regular, la cabeza lo mismo, así que no
me preguntes lo que quiero”. Ninguno de los dos se hace demasiadas ilusiones ni
adelanta un gesto afectivo. Se sienten lejanos pero cómplices. Y, pese a todo,
deciden vivir juntos. Cualquiera que busque en las películas de Kaurismäki
verdades sobre sí mismo, respuestas para aliviar la carga de la vida o
soluciones directas a los problemas de la sociedad, puede acabar decepcionado
fácilmente, pero llegará a la conclusión de que todas las obras están unidas
por una política de izquierdas.
Hay quienes han
llegado a comparar parte del cine de Kaurismäki con el de Paul Schrader. Cuando
este último publicó “El estilo
trascendental en el cine: Ozu, Bresson, Dreyer”, que fue su tesis doctoral,
consagró un concepto, que no era otro que el que dice que siempre hay algo que
va más allá de la realidad representada
y que, para trascenderla, o sea, para acceder a una dimensión espiritual que
tiene que ver con lo invisible, hay que revelar ese secreto o misterio a través
del cine. En los filmes que dirigió Schrader en los años siguientes, cuando
decide poner en práctica sus teorías, todo ello se tradujo en héroes
atormentados en busca de redención, dentro de una puesta en escena austera,
seca, en el intento de vaciar el relato de todo adorno. Los guiones que elaboró
para Martin Scorsese en los años setenta, Taxi Driver (1976) y Toro Salvaje
(1980) tuvieron mucho que ver con ese tipo de reglas y prácticas encaminadas a
la liberación del espíritu. Y si todo esto fueron los pasos que dio Paul Schrader siguiendo la línea del cine de Carl
Theodor Dreyer, de Ozu o de Bresson, que además eran, como sabemos, también los
maestros del director finlandés… ¿No cabría que nos preguntásemos si no
sucedería lo mismo si cogemos la obra fílmica de Aki Kaurismäki…? Pero dejemos
las influencias a un lado y vayamos a lo que es realmente importante de esa confluencia,
porque, no nos engañemos, lo que
verdaderamente interesa es todo cuanto se desprende de ella, como la manera de
componer los planos, por ejemplo, en los que casi siempre aparecen pocos
actores y un decorado desnudo, con
frecuencia monocromático, que es a fin de cuentas el que acaba dándole forma a ese relato simple y
directo, narrado sin floritura alguna, dejando el drama desnudo, expuesto ante
el espectador en toda su pureza y sin los oropeles de la ficción contemporánea.
Por tanto, terminando ya esta exposición, podemos afirmar que estamos ante uno
de los últimos artesanos del cine.
Antes de concluir este pequeño estudio, pasemos a echarle un vistazo a tres
de sus filmes: Sombras en el paraíso, Nubes pasajeras y Juha.
Sombras en el paraíso (1986) narra un pequeño cuento de amor entre
un basurero y una cajera, dos almas taciturnas, perdidas por la tierra y sin
futuro, una historia con un argumento mínimo, condensado en un metraje de
apenas setenta minutos, al que se le nota que le falta el pulido y el acabado
que Kaurismäki le aplicó a trabajos posteriores.
Es la primera parte de
la “Trilogía sobre el Proletariado” donde nos ofrece las esencias éticas de su
cine, al mismo tiempo que nos confirma las constantes estéticas con las que
seguiría trabajando. Las otras dos películas que componen el tándem son Ariel (1988) y La chica de la fábrica de cerillas (1990). Con anterioridad, ya ha
quedado apuntado parte de la sinopsis. Estamos ante un drama romántico por cuya
miseria discurre un humor frío y cruel en el que Nikander supedita su destino
al fracaso. Pero al comenzar la relación con Ilona vislumbra algo mejor en su
mísera existencia. El amor se contempla como un remedio para la derrota. La
secuencia del beso en la playa es un buen ejemplo de ello, pues, aunque parece
que se besan con desafección o abruptamente, ese beso está henchidos de deseo.
Los personajes son
seres llenos de emociones, aunque por fuera parezcan no transmitir nada y haya
largos silencios. La música acentúa el hilo melodramático y revela todas las
derivas emocionales que hay en ese encuentro entre ambos protagonistas. Hay
momentos en el que esos colores saturados
en la escenografía recuerdan, en parte, a otras obras de Fassbinder,
deudor de Douglas Sirk, mientras Timo Salminen baña la escena con su luz
artificial y unos cuantos brillos, acompañados de sus sombras, que también
pululan por el falso paraíso de ese idealizado primer mundo.
Nubes pasajeras (1996) es la historia de un matrimonio cuya dignidad
y relación son puestas a prueba por los duros golpes de la vida. La pareja vive
en un modesto apartamento de alquiler. Ilona pierde su empleo y Lauri ya hace
un mes que ha sido despedido de su trabajo como conductor de un tranvía. Esta
película, además de ser una espléndida historia de amor, también es uno de los
alegatos más rotundos para la unión y cooperación entre los trabajadores, con un
mensaje perfecto y lleno de coherencia.
El director, lo mismo da
un soplo de aliento que después les arrebata a los personajes la posibilidad de
ser felices. Estamos ante una película sobre el paro, y no por ello hay que
hablar de obra negativa. Simplemente muestra la cruda realidad de aquellos que
pierden su trabajo y que ven sus vidas destrozadas por los problemas que
acarrea. El director hace otro giro de tuerca y desarrolla la trama como si
fuera cine mudo. Una historia pequeña y maravillosa, llena de lirismo, de unos
silencios que lo dicen todo y en la que la música juega un papel importante a
la hora de expresar los estados de ánimo de los personajes.
Juha (1999) es con toda seguridad la película más radicalizada de su autor, pero
no porque aquí estén más presentes que en otras películas las huellas de
Murnau, Dreyer o Bresson, ni porque, a
pesar de ser una película sonora, parezca la película más muda de todas, si
exceptuamos la música, que la hay, ni tampoco porque el autor le dé la espalda
a la complacencia espectacular…, no, sino porque lo verdaderamente insólito es
la contundencia moral que rezuma. Kaurismäki se muestra inflexible: a Juha lo
lleva a morir a un estercolero y a Marja la hace desaparecer con un bebé
en brazos en un hormiguero urbano cuyos
transeúntes suben y bajan por las escaleras mecánicas.
Juha es un granjero casado con Marja, una hermosa mujer
más joven que él. Un día, un hombre de negocios, llamado Shemeikka, llega a la
pequeña casa con el propósito de pedir auxilio para la reparación de su
automóvil. Mientras Juha repara el vehículo, Shemeikka intenta convencer a
Marja de que escape con él a la ciudad prometiéndole riqueza y una vida llena
de emociones. Una historia original que tuvo lugar en el siglo XVIII. Su eterno
pesimismo se exacerba más en este filme en blanco y negro. Planos vacíos,
planos de talles de manos, gotas que caen, flores que surgen en la primavera
para dar un paso de tiempo…, recursos para definir una historia de amor, de
sentimientos, sin profundidad de campo, como si se tratara de una
representación teatral.
Es una película
extraña en sí misma, incluso si miramos dentro de la filmografía del director. Es
la primera vez que ambienta la historia en el mundo rural. El argumento es un
melodrama a la vieja usanza, ingenuo, con personajes prototípicos, mientras el
realizador comienza a hacer interpretaciones simbólicas, y las multiplica, de tal manera que, hay
momentos, que más bien aquello parece una boutade del realizador finlandés.
Juha es una metáfora de nuestro tiempo.
1 Comentarios
Excepcional.
ResponderEliminarQue dominio de la historia del cine