DETRÁS DE CADA PIEDRA HAY UNA HISTORIA


 Durante los momentos en los que estoy recordando, suelo estar muy tranquilo. Lo peor es cuando pienso. Entonces, mi mente se llena de pólvora, de cachivaches, de dudas, más allá del realismo, de imágenes que se posan en las pestañas para que las visione una y otra vez como si fueran aquellas cintas de súper-8 que rodaban cuatro burgueses en la playa, con papá y mamá, para después verlas todos reunidos en el salón, del que, a los pocos minutos de echar a andar la cinta de celuloide, papá siempre se ausentaba para atender al teléfono y planificar la última fechoría. El dinero y las influencias no descansan. El denominador común es que todos esperan que llegue el milagro laico.

En mi casa no había proyector de súper-8 mm. Pero, cuando los estudios en la ciudad, llegamos a rodar un cortometraje basado en algunas ideas de Jüng. Lo titulamos “La justificación del poder”. Hoy no podría rodar un cortometraje como aquél… Cada vez soporto peor la monserga.
Me gusta más encontrar que buscar. Apoyado en cualquier esquina, veo el transcurrir diario como si fuera una partida de ajedrez. Cada movimiento, es el comienzo de una jugada. Hay quienes dudan y, entonces, se detienen, se dan la vuelta, miran el móvil… Cuando se duda, la idea se apaga. La ciudad es una partida continua hasta conseguir el jaque mate, que es ese instante en el que el “gin tonic”, bien cargado de ginebra, hiere la garganta de Francisco, que parece resucitar por momentos. Paco vive en Tetuán. La vida en el barrio es un mercadillo, un bazar, un termómetro de la economía sumergida, y de la otra, de la que casi nadie sabe nada, la de los comensales de Zalacaín, que ha vuelto a abrir después del cierre por la pandemia. Antes de cerrar no se podía pagar con tarjeta. Sólo en cash, dinero fresco o rancio. Francisco, o Paco, se prejubiló de bancario hace ya unos años, pero, a día de hoy, sigue vistiéndose todas las mañanas de traje y corbata como si fuera a trabajar. No es que añore el trabajo. Se arregla para que la vida no se detenga.
Al segundo “ginc-tonic”, aparece por la puerta Paquita, otra bancaria prejubilada. Durante todos esos años en la banca, fueron amantes y, a día de hoy, siguen siéndolo. Son adúlteros y bebedores, porque el sexo en secreto tiene un olor diferente y la ginebra del barrio otro. Paquita pide un botellín y una tapa. Necesita meterse algo de comida si quiere que le entre el líquido. Cae el “ginc-tonic”, el botellín y la Bolsa, que agudiza la crisis mundial; también está bajo mínimos el deseo, que, tan de mañana como es, no levanta, como pasa cuando hay niebla, y ambos tendrán que esperar a la tarde para quedar en ese piso vacío que tiene Paquita en la calle Navarra, herencia familiar, y que ni alquila ni vende porque no le corre prisa. Y allí es donde suelen verse. La edad no perdona. Aun así, tienen tardes gloriosas. El piso…Vivienda neomudéjar y barata. Madrid crecía y necesitaba casas. De ahí el ladrillo, reivindicando, al mismo tiempo, el estilo nacional. Viviendas para obreros que han escrito parte de la historia de esta ciudad. Y corralas en hilera, como la que hay justo enfrente del bar, que está en un chaflán. Tener un chaflán, es como tener dos miradas o dos amistades.
En la actualidad, una tapita de bacalao, se ve como un lujo, porque hay alguna clase social que mira al bacalao de reojo y con indiferencia, que suele ser también la forma de mirar a la gente a granel, sin caer en la cuenta que fue esa gente, y no otra, la que nos sacó las castañas del fuego y, de paso, sacó de la miseria a más de media España. Oír esto y, entonces, Armando, sin poder remediarlo, preso de la emoción, ha dado un puñetazo en la mesa. Armando rebasa ya los ochenta y cuatro y, enternecido por los recuerdos, ha sacado del bolsillo derecho de su chaqueta un pañuelo de hilo, no para sonarse los mocos, sino para secarse las lágrimas, porque él fue uno de los tantos, de los muchos que llegaron a Madrid para trabajar duro en lo que fuere, en lo primero que saliese. Estuvo trabajando como repartidor de carbón, en la calle Sierpes, en Embajadores, y en la zona de Arganzuela. Después de llenar los sacos con la pala y cargarlos en la furgoneta, salía de reparto. Era un oficio muy negro. Si bien, casi siempre les daban una propinilla, sobre todo en Navidades. Llegado el momento, Armando se pone melancólico y, con la mirada perdida, la nostalgia comienza a hacer su trabajo. Entonces, Paquita, que se da cuenta de la situación, quita una silla y se sienta a su lado para escucharle. Es un hombre sencillo, de pocas apariencias, que baja todas las mañanas a esta hora a tomarse un cortado descafeinado. Se pasó más de media vida trabajando y oliendo a alhucema, que es una de las especies de la flor de la lavanda, y lo que realmente se le echaba a las candelas para que en la carbonería hubiese un buen olor.
El alma de la ciudad se va rebelando a través de los ciudadanos, pero sobre todo de la gente trabajadora. Detrás de cada piedra hay una historia y detrás de cada luz una sombra. Y una ciudad son muchas farolas, muchas voces y muchas voluntades. Y una maleta. Madrid es emigración, acogida, gente de todas partes que vino a mojarse los labios y aquí encontró agua para beber. Ahí es donde realmente comienza la ciudad, en el agua, no en los negocios. Las avenidas y las calles se llenaron de ilusiones, de superación, de misterio y de alegría. Y en toda su plenitud, con la luz adecuada, los pintores la inmortalizaron con su pincel, convirtiendo a Madrid en una obra de arte.

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