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La prensa entrevistando a un congresista |
Hace
unos días el Presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, a través de una carta, les
comunicaba a los españoles que necesitaba reflexionar sobre du continuidad en
el cargo. Cinco día después, un lunes, dijo que seguía. El periodismo y los
medios de comunicación siempre tuvieron una estrecha relación con el poder, un
fino coqueteo, podríamos decir, aupando a los políticos a la gloria. Pero
cuando toca bajarlos del pedestal, sufren sus consecuencias. El poder y el sexo
son momentos, repartidos entre la soberbia y el deseo. Se parecen muy poco al dinero, que es un concepto que sólo
adquiere sentido cuando se gasta. La
política y el periodismo siempre fueron buenos amantes, pero jamás un
matrimonio bien avenido. En estos tiempos, para llegar al poder y mantenerse
en él, hay que tener, como mínimo, un periódico, una radio y una televisión.
Todo
en esta vida pasa por varias etapas: el nacimiento, la edad de oro y el
declive. La relación entre los grandes poderes y el periodismo ha supuesto un continuo
tira y afloja. El cuarto poder ha actuado tanto de vigilante, siguiendo un
código ético, como de cómplice. Sobre este tema hay un gran número de
largometrajes a lo largo de la Historia del Cine que así lo atestiguan. Hay
historias que se basan en experiencias personales y otras sacadas de la
literatura, de la ficción. Hay cine político, de autor, social, periodístico… Las
posibilidades de la imagen y de utilizar sus influencias, supuso un cambio en
la relación de los gobiernos con el cuarto poder. Se inventaron recetas para
influir en unas elecciones y hacer que los sondeos cambiaran la intención de
voto. Fue cuando en la televisión se descubrió que el primer plano era una
carta ganadora. Pero con el tiempo, entrando en el siglo XXI, comenzaron a
correr malos tiempos para el periodismo, que, en cierta manera, quedó
desacreditado. Entre el populismo, el enfrentamiento, la descalificación, el
amarillismo, y los platós de televisión convertidos en un circo, más el periodismo el económico, contaminado
por el poder de las compañías, y el periodismo de investigación, convertido en una
herramienta al servicio de policías, jueces y fiscales, el viento no sopla a
favor del nuevo periodismo, manipulado desde
lobbies donde acostumbran a
poner de patillas en la calle al que se sale del redil, de la norma de
actuación, del sistema, mientras unos neones iluminan la frase que todos
estamos pensando: “matar al mensajero”. Las noticias no duran nada y se repiten una y
otra vez, o ni tan siquiera son verdaderamente noticias. La verdad está muy
cara y la libertad siempre fue un poquito caprichosa, por no decir un poco
puta. Hoy incluso se cree que la libertad es comerse una chocolatina y ver una
serie en la tablet.
La
gran pantalla de siempre tuvo un enorme potencial para narrar historias y
generar estados de opinión, algo que registró un profundo cambio en el siglo
XXI cuando se impuso otra forma diferente de consumir cine, pasando del formato
de las grandes salas de cine al uso individual a través de las plataformas en
línea bajo demanda. Detrás de la industria cinematográfica hay todo un mundo
que trasciende al mero entretenimiento. Ese mundo está ligado a la fama, al
dinero, a la política y al poder. Detrás
de cualquier historia incómoda, no es fácil que
encontremos al cuarto poder utilizando el periodismo como instrumento
para denunciar la corrupción del sistema.
Los
argumentos y los desenlaces son tan variados y variopintos como las distintas
épocas en las que se desarrollan las
tramas. Desde Ciudadano Kane (1941) hasta
Spotligt (2015), pasando por títulos
como Ausencia de malicia (1981) de
Sidney Pollack, El año que vivimos
peligrosamente (1982) de Peter Weir, Bajo
el fuego (1983) de Roger Spottiswoode, Al
filo de la noticia (1987) de James
L. Brooks, El Informe Pelícano (1993) de
Alan J. Pakula, La cortina de humo (1997)
de Barry Levinson, El americano
impasible (2002) de Phillip Noyce, La
sombra del poder (2009) de Kevin Mcdonald y Matar al mensajero (2014) de Michael Cuesta.
La
ficción cinematográfica norteamericana tiene un peso trascendental en la
cultura global, algo que a través de los años ha influido en la actuación de
los políticos. La ficción refleja la realidad, pero también la modifica. La
política está muy condicionada por los medios de comunicación, que, en algunos
casos, son capaces de justificar cualquier actuación de un político al que
venden sus servicios. Y estas empresas tienen sus estrategias. Si hay un
filme consagrado al retrato de los procesos electorales, ése es sin duda El Candidato (1972), dirigida por
Michael Ritchie y en la que Robert Redford fue la estrella, el productor y la
fuerza motriz. Aunque la cinta proyecta la carrera del gobernador de California
Edmund G. Brown, el escritor Jeremy Larner y el propio director de la película
basaron el guion en sus experiencias en la campaña de 1970 de John Tunney, un
senador próximo a Kennedy, al que se le
permitió supervisar el guion y dar “su conformidad” . Era el triunfo de la política de la imagen.
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Dustin Hoffman y Robert Redford |
Un robo aparentemente ordinario en el edificio de apartamentos Watergate de Washington D.C. en 1972, desencadena una tormenta periodística que generará un escándalo político de grandes dimensiones y que concluirá con la dimisión del propio presidente de los Estados Unidos, el republicano Richard Nixon, al ser investigado por dos jóvenes periodistas del Washington Post: Carl Bernstein (Dustin Hoffman) y Bob Woodward (Robert Redford), que no tardarán en descubrir que detrás de ese robo se esconde una maraña de intrigas y extraños movimientos que apuntan a una prefecta conspiración. Durante meses, trabajarán sin que nadie crea que en ese incidente hay algo muy oscuro. Sin embargo, la situación dará un vuelco cuando logran ayuda de unas cuantas fuentes confidenciales, importantísimas a la hora de desvelar la trama política en la que están involucrados unos cuantos hombres del presidente, que son, nada más y nada menos, los miembros del comité para la reelección de Nixon, es decir, la punta del iceberg.
El
minucioso guion de William Gooldman sigue los pasos de la investigación y lo
que, en un principio, parecía una crónica policial menor, llegó a ser el caso
más sonado de investigación periodística del siglo, al que no le faltó ni el
apodo para uno de sus personajes clave: Garganta
Profunda. Por detrás de todo ese entramado detectivesco y de la contención de las formas a la hora de
narrar, lo que realmente se descubre son los bajos fondos de una vida
institucional que se le creía inmaculada, cosa que dejó atónita a la sociedad
norteamericana. Y aunque muchos lo intuían o sospechaban, el problema era que
nadie se atrevía a ir más allá, investigar y llegar al punto final, algo que
comenzó con el asesinato de Kennedy y que siguió con las tensiones raciales,
hasta llegar a la salida de Vietnam. Como dice Sebastián Rosal, fue” el fin de la edad de la inocencia”. El
problema entre la realidad y la ficción, entre el periodismo y la verdad y el
arte, es que hoy también corremos el peligro que se cierne sobre el cine y, por
ende, sobre el mundo, y que no es otro que ese fenómeno cada vez más frecuente
de que nos encontremos en el camino hacia la libertad unos cuantos baches, no
llenos de agua o de barro, sino repletos de recortes, de censura, de la eliminación de contenidos (algo
que ya está sucediendo), y todo ello quede soterrado tras una falsa y
argumentada apariencia de buenas intenciones progresistas.
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