Suena el despertador. Accionamos el botón del flexo. La luz ciega los ojos. Empieza el día o la vida. El “scalextric” da vueltas por la habitación o alrededor del mundo, y ahí comienza otro juego, a veces dramático. Es la herencia que nos han dejado. Cuando los rayos del sol se precipitan por las paredes y los tejados de las casas, se adivina una mañana prometedora. Al subir las persianas y correr las cortinas y los visillos, en ese preciso instante se borra la intimidad, que en realidad es un mito. La intimidad no existe. Junto al ventilador y tomando café nos vamos aburguesando, y nos volvemos cómodos. En el interior, se instala la pereza, la calma. Fuera están las prisas, que intentan robarle tiempo al tiempo. Pero cuanto ocurre, en segundos, se borra. Vivimos tiempos efímeros.
Es necesario que nos unamos en un racimo, en una piña de seres humanos sin distinción, sin que nadie sobresalga, y agotar todas las energías. Y buscar una lámpara que ilumine el discurso o, de lo contrario, nadie podrá leer cada una de las palabras de esas gentes sencillas que quieren ser escuchadas y tratadas con respeto. De no hacerlo así, siempre aparecerá un tiempo de tinieblas por donde se colará la burocracia, y la doctrina rancia y burda, que no son más que fórmulas para patentar el desprecio. Y otra cosa: el destrozo no puede llevarse a cabo si no hay un ideólogo, o muchos. Y los hay. Y están entre nosotros.
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