El despertar del gallo



 
El despertar del gallo

Suena el despertador. Accionamos el botón del flexo. La luz ciega los ojos. Empieza el día o la vida. El “scalextric” da vueltas por la habitación  o alrededor del mundo, y ahí comienza otro juego, a veces dramático. Es la herencia que nos han dejado. Cuando los rayos del sol se precipitan por las paredes y los tejados de las casas, se adivina una mañana prometedora. Al subir las persianas y correr las cortinas y los visillos, en ese preciso instante se borra la intimidad, que en realidad es un mito. La intimidad no existe. Junto al ventilador  y tomando café nos vamos aburguesando, y nos volvemos cómodos. En el interior, se instala la pereza, la calma. Fuera están las prisas, que intentan robarle tiempo al tiempo. Pero cuanto ocurre, en segundos, se borra. Vivimos tiempos efímeros.

Cada día es un minué donde, no danzan sombras, sino cuerpos desnudos y aguerridos que, definitivamente, se han rebelado contra "los de arriba", que durante tanto tiempo les obligaron a vivir una vida equivocada. El retrato, aunque tardío, es el de unos ciudadanos que ya hablan por sí mismos, muchas voces en una, lo que supone meter en la trama al pueblo, bien iluminado, con la intensa luz de una mañana, y cuyo argumento comienza a inquietar a todos aquellos que han tocado el poder y ahora andan escondiéndose en consejos de administración de distintas empresas y publicando sus biografías, que bien se podrían quemar todas en un hoguera universal que redima por una vez a esas gentes que llenan las plazas y las calles clamando justicia. Toda esa multitud caminando como un glacial por las aguas de un mar limpio.

Meses después, con el tiempo,  todo se fue desdibujando y las calles se quedaron  vacías. Las causas se las fueron inventando los reporteros y los analistas políticos. Y con las encuestas y las estadísticas se elaboró otra tortilla española. Siempre pierden los mismos: los que no juegan.

Es necesario que nos unamos en un racimo, en una piña de seres humanos sin distinción, sin que nadie sobresalga, y agotar todas las energías. Y buscar una lámpara que ilumine el  discurso o, de lo contrario, nadie podrá leer cada una de las palabras de esas gentes sencillas que quieren ser escuchadas y tratadas con respeto.  De no hacerlo así, siempre aparecerá  un tiempo de tinieblas por donde se colará la burocracia, y la doctrina rancia y burda, que no son más que fórmulas para patentar el desprecio. Y otra cosa: el destrozo no puede llevarse a cabo si no hay un ideólogo, o muchos. Y los hay. Y están entre nosotros.



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