Aquel martes de mil novecientos sesenta y siete, como todos los martes, se recibía el correo. Cerca de las doce, la apacible atmósfera quedó quebrada por el ruido del motor de la Guzzi de Gregorio, el cartero, que irrumpió en la calle principal levantando una inmensa polvareda. ¡Griiii! ¡Ffff! ¡Griii! Detenido el cacharro, el alfaqueque se apeó de la motocicleta y la dejó apoyada sobre el tronco de un árbol que huía hacia el cielo y que echaba sus raíces frente a la casa de Higinio y Virtudes, los padres de María. Gregorio, después de dar los buenos días a los dos ancianos, se puso a rebuscar en el interior de la manida guayaca de cuero: -“Esto no; esto otro tampoco...¡Aquí está!”, se dijo para sí. Carraspeó y leyó en voz alta el nombre y los dos apellidos de María, y le entregó la carta a Higinio. Acto seguido, se descolgó la cartera del hombro, sacó un pañuelo estampado del bolsillo derecho y trasero del pantalón, y comenzó a secarse el sudor. Virtudes le acercó el botijo y durante un rato, en un trago largo y con temple, con el agua que salía de aquella arcilla blanca que traían los alfareros de Medina Sidonia, no dejó de hacer música.
Al marchar Gregorio, el silencio volvió a inundar las calles de una calma chicha que convertía aquel paisaje en una irrealidad, que sólo era interrumpida por el murmullo de las azadas a lo lejos, el ladrido de algún perro, el vuelo azaroso de moscas y abejorros, y por las sinfonías de las chicharras. La actividad había que buscarla en las huertas, donde, cuantos habían decidido quedarse, trabajaban sin descanso: Macario, que era de buen conformar; Avelino, que siempre iba más tieso que un palo; Fernando, que se había comprado una mula mecánica -una Bertolini- y los días de intenso calor, cuando labraba, le temblaba la sonrisa, distorsionada por el gasoil; Matías, que no crecía ni con el tiempo ni la edad; Ángel, que hablaba abrumado y grueso; Enriqueta, la viuda de Jesús, que sacaba adelante a su familia rodeándose de trabajo, felicidad y decoro; Esteban, que, en su afán de llegar pronto a rico, sacaba a pastar en plena madrugada a los chivos y a dos pavos; Andrea, a la que le había dado por los pepinos, porque decía que era lo que mejor se vendía los lunes en el mercado; y por último, completando esta cuadrilla de braceros ímprobos, María, la hija de Higinio y Virtudes, una mujer joven y soltera, entregada a la tierra y al destino. Todos los días del año, ya fuese por la mañana o por la tarde, bajaba hasta las huertas para llevar a cabo la faena que tocase, según la estación: regar las judías y las dos hileras de lechugas; cavar; sembrar; quitar el sapo a las patatas o a las carbas de pimientos... Una hora, otra ..., y así hasta que el cansancio le hacía dejar la azada y detenerse junto a la acequia para achicar el sudor que resbalaba desde su frente hasta el cuello, y que, por momentos, se colaba entre sus pechos. De paso, con la fresca y la abundante agua de las acequias, se irrigaba un poco los muslos. Era la única fórmula que conocía para sobrellevar el calor reinante. Unos años atrás, pensó en irse a la ciudad con su pretendiente, Pedro, el hombre que amaba, pero la rapidez de los acontecimientos, la oposición de los padres de ambos si no había una boda de por medio... Inconvenientes que dieron al traste con aquel sueño. Sin nada firme, María se quedó.
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Rosa Mariscal y Julián Teurlais. |
La vida se reducía a un presente tan rabioso que no quedaba un hueco para pensar en el futuro. Así lo creía la mayoría de vecinos de Tabaqueros, que, por aquel año, ascendía a 59. Los niños, sin embargo, ajenos a esta realidad, en cuanto salían de la escuela, pasaban calle abajo con una galera que habían hecho con un cajón medio roto, unos botes de hojalata, el foco de una bicicleta, cuatro ruedas de un patín y unos cuantos plásticos de los sacos del abono. Una y otra vez, a lo largo de la cuneta, la iban llenando de hierbajos y flores. Era entonces, también, cuando las calles de tierra se llenaban de orines y excrementos de animales, y regresaba a ellas el murmullo y el ajetreo, y los saludos en el ir y venir, saludos tan secos y cortos que parecían más graznidos que saludos. A pie la mayoría: tirando de ramales, de mulas cansinas; el pastor acorralado de cabras ojerosas, traviesas y vociferantes; el maíz y los ajos tiernos a lomos de la burra, acoplados en las zainas; el cestillo en la mano -con la tartera y la botella de vino en su interior, ambas casi vacías- y el legón sobre el hombro; y luego, en la cola de este desfile, la rueda chillona de una carretilla repleta de hortalizas y una destornillada bicicleta en cuya grupa renqueante viajaba un saco de patatas, más el fardel grisáceo que colgaba de su torcido manillar. Y, en fin, era entonces también cuando esas calles se llenaban de un mínimo de vida bajo el tórrido sol del verano, un martes, antes de comer. En todos los hogares de la aldea se come sobre la una del mediodía. En casa de María, como en otras casas, la mesa ya está preparada. El ambiente es sombrío. Virtudes, la madre de María, anda dándole las últimas vueltas a la comida; Higinio, el padre, por su parte, ya está sentado, degustando un chato de tinto. Al instante, se oye el gruñir lastimoso de la puerta. Es María, que llega. Desde el fondo del pasillo, se le oye decir: -”¡Uumh, uajx, qué bien huele eso!”. Ya en el comedor, mientras se quita el pañuelo del cuello y se sienta, dice, dirigiéndose a su padre:
-¡Qué calor ha hecho hoy! Si no llueve, habrá que regar más a menudo.
Su padre, sin dejar de escucharla, hace verdaderos alardes por mojarse los labios con las escasas gotas de vino que le quedan. Al bajar el vaso, advierte resignado:
-¡Ea! Pues habrá que regar. Es nuestro sino. O llueve o…
María, tan sedienta como sofocada, se echa agua en un vaso. Su padre, entretanto, se mete la mano en el bolsillo interior de su chaleco y saca de él una carta, que le entrega a María.
-Toma, es para ti.
María, alarga el brazo y, algo confusa, coge la carta. Es leer el remite…y, en una décima de segundo…, sin esperar más, rauda, se levanta, abandona la mesa, sale disparada del comedor y, desde el pasillo, grita con fuerza…: -“¡Comed vosotrooos...! ¡En seguida vuelvooo...!”.
Con un galopar frenético y sin dejar de mirar la carta, corre y corre por las veredas y los campos, de senda en senda, sin que nada ni nadie pueda detenerla. Y así hasta que por fin llega al lavadero, sin aliento. Se sienta entre la vegetación, respira un par de veces en profundidad, abre el sobre y…, sin más preámbulos, sus ojos penetran en aquella misiva o en aquellas palabras, después de tanto tiempo.
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Juián Teurlais como el cartero llegando a Tabaqueros |
La voz de Pedro retumba en el paraje, en el pensamiento de María, en su sueño eterno. La carta ha sido fechada cuatro días antes en Alfafar, un pueblo de Valencia, donde Pedro trabaja en una empresa de maderas. No hay dudas, es de él: de su puño y letra. Le han concedido un piso de protección oficial en un buen barrio. Ya tiene puestas las cortinas, las lámparas, tres mesitas y dos camas. Siempre le ha fascinado la idea de un hogar, y tener hijos, e ir labrándose un patrimonio propio. Incluso ha estado mirando un coche. Y con lo que ha conseguido ahorrar, que asciende a 18.640 pesetas, ha abierto una cartilla en Correos. Atrás queda la guadaña, la azada, el pastoreo; atrás queda el tiempo, el largo silencio, las conjeturas, la falta de valor y la distancia, como posibles razones de fallidos encuentros.
¿Son ocurrencias y sucesos reales o ironías propias de una imaginación desbordada? La mirada de María todavía sigue anclada en la hoja que tiene entre sus manos como si con ello intentase descubrir al verdadero Pedro, queriendo saber o adivinar si aquellas palabras son ciertas y, de una vez por todas, deja de ser centinela de su soledad. Avazada, la lectura, aparecen las preguntas: -“¿Nos reuniremos de nuevo? ¿Intentaremos rehacer todo...?, ¡Ay, no sé…! ¡Qué nervios! ”.
Como la princesa que encuentra al náufrago, quería reconocerlo por el tacto, individualizarlo de los demás sin que hubiera lugar a equívocos. Por eso se hundía la mano que le quedaba libre en sus propios cabellos, sintiendo que era la mano de Pedro la que le acariciaba. Luego, sin pudor, pedía que esa misma mano llegase a unos dominios desconocidos hasta entonces. Y entonces, sin reparar en los botones, María se arrancó de cuajo la blusa para secarlo, apretándolo contra su regazo y meciéndolo entre suspiros, sílabas, nombres... Pero todo esto no eran más que piezas sueltas que María había descifrado imaginariamente de aquella significativa misiva remitida por Pedro.
Cuando, por fin, María dejó de ver gigantes y leyó realmente aquella hojuela que venía dentro del sobre de aquella carta, las lágrimas resbalaban por su rostro como cataratas. Era un llanto desconsolado. Mientras lloraba, no cesaba de darle vueltas a aquel papel, cuyo contenido, en realidad, no era más que una única línea, donde decía:--”Me caso el once de septiembre. Quería que lo supieras”. Todo fruto de la imaginación, de la espera, de un deseo que inventó palabras, situaciones; que necesitó creer en quimeras... Piruetas de un amor que se negaba a morir, que necesitaba hacer suyos cada huella, cada soplo... Ella era la niña que lo amó desde siempre. Pero nada había sido posible: salir de la aldea; crear una familia; dejar de estar sola... Mañana, de nuevo, le esperará la huerta, el trabajo…, pero ya no será ella, sino una silueta que el sol dibujará en el aire. Cada noche, las imágenes de ese sueño no serán más que sombras y fantasmas que danzarán en un laberinto. Una y otra vez, se sentirá perseguida por la necedad y el miedo. Y allí, en Tabaqueros, asistirá a una vida marchita, embelesada en el halo de un destino que no pudo esquivar.
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