LAS NOCHES DE VERANO “AL FRESCO”.

 



Al caer el sol o después de cenar, se habla, se cose, se borda…, alternativamente o todo al mismo tiempo. También se respira e incluso, siguiendo “El sueño de una noche de verano”, de Shakespeare, que musicó Mendelssohn, se sueña, si bien esa noche no es ésta, sino que se trataba de la de San Juan. Y la cosa iba, entre otras cosas, de una boda, y aquí, de momento, no hay prevista ninguna boda.

Salir a la fresca o tomar la fresca, una tradición en la España de siempre, la del cotilleo en estado puro, donde a uno lo abren en canal o lo “despellejan”. Se habla de política, de religión… y de sexo, mientras se degusta una horchata o un “agua de Valencia”, o un poco de "paloma", o agua fresca del botijo de arcilla blanca que le compramos a un alfarero de Medina Sidonia. Muchos siglos de parloteo, sin caer en la cuenta que con ello no hemos conseguido nada, excepto evitar acudir al psicólogo o echar mano de las pastillas, porque ahora, los médicos, con nada, a cualquier anomalía de nuestro cuerpo, ya nos están mandando una pastilla, pero con ello, con tanto run run, más los ruidos propios de la modernidad, lo que estamos haciendo es destruir ese magnifico edificio, eterno, que construyeron los hombres primitivos al silencio.
Unas sillas, viejas o cojas o heredadas, un cajón, más la piedra que está cerca o un escalón de la casa…, y ya tenemos donde apoyar las posaderas para soltar la lengua, que hay noches que la de sinhueso no para. Y el abanico que se abre y se cierra, o un simple cartón arrancado a una caja que va y viene, porque a la vecina le ha entrado el sofoco con eso de la menopausia.
Una silla, un poco de cháchara y voluntad. Y escuchar y sentirse escuchado. Noches de blanco satén, pero sin la tele y sin la radio, sino hablando mirándose a la cara, iluminados por la vieja luna. Si hay una fuente, y cerca hay un árbol, y debajo del árbol un banco…, la conversación viene sola, y aquello se convierte en un “parlamento”, en “Las Cortes del pueblo”. Pero hoy en día, cuando se construye, se olvidan de la fuente, del árbol y del banco. Y entonces no se puede debatir, ni convivir ni tomar la fresca.
Al rato, se escuchan unas risas… Y la crítica, evitando alzar la voz, se va convirtiendo en un murmullo… Y, uno por otro…, pasa el tiempo, pero nadie quiere levantarse y coger las de Villadiego porque sabe que, en cuanto se vaya, le cae la del pulpo. Las doce, la una… Pero no se va ni Dios. Y mañana hay que madrugar. Y el “Fresco” que llega y que hay que echarse una rebeca por los hombros o un chal… Y la gente que empieza a abrirse, a desdoblarse con la charla, con los chistes… y cada cual saca lo que lleva dentro, la felicidad y el tormento… Y en cuanto hay algo de drama, estimuladas por el alcohol, se incrementan más las risas...Luego aparecen, claro está, las lágrimas, que hacen su papel, porque cuando alguien llora delante de sus vecinos o de conocidos, está sellando su semblante, su espíritu, y su consideración. Y entonces, en ese ambiente distendido, todos en corro, juntos…, la noche se multiplica y el calor los sigue uniendo, como en Fuenteovejuna, y los problemas pasan del corazón del uno al alma del otro, y los comparten, porque, compartidos, son menos problemas.
Sale el gato y se pasea cerca del corro. El perro va por la acera y olisquea una esquina. Después, levanta la pata y mea. Ambiente de pueblo, conversaciones a granel, bajo el reflejo de las farolas, a unos metros. Viven la noche en la calle y en la penumbra, donde resalta la llama de un cigarrillo encendido.
El reloj de la torre hace sonar la campana: las 2 de la madrugada. Hay que levantar el campamento, pero “El Fresco”, como si fuera un mítico personaje, o un viento del ayer, no dejará de pasearse el resto de la noche por encima de cada habitante y de cada sueño. Hasta mañana.

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