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Trozos/Trazos (1999) |
Las yemas de mis dedos tocan delicadamente el cristal de la ventana. Mi casa se contagia rápidamente del frío exterior. Es una de esas típicas situaciones que suceden en los típicos días en los que nos da por recordar. Pues eso: recordando. O tal vez sería más acertado decir recordándote.
Te escribo sentado en el suelo, pero me temo que tendré que levantarme porque el frío es inhumano, casi tanto como lo eras tú en ciertas ocasiones. El amor… Recuerdo perfectamente aquella mañana. Y que, una vez despiertos, sobre la cama reinaba el silencio. Yo tenía mi mirada detenida en tu espalda, esperando que te dieras media vuelta y me dijeras algo, aunque no me gustase. Continuamos un rato más callados. La situación era tensa. Ya no nos quedaba tiempo porque el tiempo se hacía insoportable. Ambos sabíamos que algo se había roto en la madrugada entre el humo del cigarrillo y un puñado de monosílabos, propio de un lenguaje salvaje, intermitente, con la lámpara encendida, el latir apagado y la magia rota. Parecíamos dos animales que no sabían cómo despedirse sin hacerse daño. Desnudos, salimos a la vez de la cama y fuimos hasta el cuarto de baño. Yo, delante; tú, detrás. Me metí en la ducha y corrí la cortina. El agua cayó sin cesar durante un buen rato. Después, cerré la ducha. Al empujar hacia un lado la mampara, el vaho envolvió mi cuerpo. No veía nada. Alargué una mano y, casi a tientas, logré alcanzar la toalla. Mientras me secaba los cabellos, me fui acercando al espejo. Al pasar la mano por el cristal, vi escrita aquella frase: “El amor necesita de los sueños para ser perfecto”. Sin tiempo para recomponerme, salí del cuarto intentando volver de nuevo a la vida, aunque no era tan sencillo. Lo único que me quedó de aquella batalla fue tu olor, ese olor que aún azuza mi memoria como se azuza la lumbre, esa hoguera que me calienta el ánimo y me convierte en poeta, porque los fracasados somos muy buenos embelleciendo las cosas, entendiendo el fracaso como el escalón necesario para ascender a la gloria.
No deseo convertirme en un ladrón que roba palabras, engañándome. Sólo cazar el brillo de esta luz que ciega mis ojos, cuando la primavera se marcha a dormir entre los árboles. Sé que mañana las gentes seguirán caminando deprisa, huyendo de lo invisible, sin tiempo para detenerse y conversar, para cogerse de la mano, mirarse y sonreír. El caos. O un caos sin tiempo, donde reinará la indiferencia: esa vorágine en la que todos se ven pero nadie se mira, encogidos de hombros, resignados en su particular soledad, moviéndose como una plaga, por inercia, asustados, sin encontrar un camino que los conduzca hasta ese lugar donde las cerezas son libres, los pájaros vuelan y el hinojo perfuma las laderas, Y cuando la noche se haga solemne, correrán las cortinas y, tirados como reptiles en un sofá, encenderán la televisión para no ver el guiño travieso de la luna, mientras sorben algo caliente que envenenará el entorno de repeticiones.
Hoy, el cielo de esta primavera es como un gran espejo contra el que choca la retórica de siempre, la basura ideológica, el deporte del verbo, que echa otro remiendo en la camisa destrozada del ciudadano, que no es más que un trapo a cambiar en las rebajas. La misma bagatela que cuando el mundo era joven. La historia es la encargada de tachar el tiempo con tal de que no se sepa lo que viene. Los conceptos andan enzarzados en una lucha mortal (modernidad y sabiduría) como dos nubes, una negra y otra blanca, que chocan en el cielo. Y al relámpago le sigue el trueno, y llega el llanto de la barbarie, la lágrima de la luz, que da paso a las tinieblas para que no sepamos nada del mañana. Y con el ruido se despierta el niño, y el viejo huraño refunfuña porque se le acabó la siesta, y los amantes dejan de destruirse físicamente y se hacen un ovillo intentando inventar el amor. Y el prócer se lava las manos con la pastilla de lavar la ropa, la misma que utilizan sus hijos para enjabonarse el cuerpo, evitando así dejar sus huellas blancas y traidoras entre la espuma. El mundo es un baile en el que hay que abrirse paso a empujones. El mismo vals de siempre, tan antiguo. Marzo no es más que una suma de despropósitos. La gente reparte su tiempo entre fiestas para adormecer al animal indómito que lleva dentro o haciendo largos viajes a lugares paradisíacos y blancas playas en las que poner a tostar su cuerpo sobre la arena para que desparezca el blanco fúnebre que proporciona una vida tan repetitiva. Pero sin pasarse, ya que el negro es el color de la esclavitud. Echemos la vista atrás, a ese Black Friday y a las rebajas del 29 de noviembre, el día de los grandes almacenes, donde la gente entraba a tumba abierta sin saber que era esclava del consumo, aunque le dijeran lo contrario en aquel libreto que nos echaron a todos en el buzón para que leyésemos las condiciones, que nunca se cumplieron ni se cumplirán. El mundo es una cosa de mucho libreto, como la ópera. Pero hay que tener muy claro que lo único que define a la esclavitud es el miedo. Para unos el mundo es una prolongación de la nada y, para otros, los más realistas, la vida es una derrota aceptada, como ya dijera Adriano en sus memorias.
4 Comentarios
¡Im-prezionante!
ResponderEliminarThat's good, man. Es una derrota, pero no aceptada. Os contradigo, con cariño, a Adriano y a ti, Celín.
ResponderEliminarSomos viejos combatientes. Nunca nos jubilaremos de las letras y os sueños. Encontraremos la palabra que nos salve
ResponderEliminar¡Buenísimo nooo, lo siguiente!
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