Las cosas del alma siempre necesitaron un hueco muy grande, sobre todo a la hora de meter dentro los secretos, los de alcoba y los otros, pero lo que, sin duda alguna, no cabe en esa parcela inmaterial, entre divina y golfa, son los cacharros, esos objetos que nos acompañan desde tiempos inmemoriales y que, aunque ya no los usamos, sin embargo siguen teniendo vida propia. Son la otra herencia: no como bienes materiales, sino como un puñado de sentimientos que van asociados a momentos inolvidables en los que también aparecen personas que ya no están con nosotros.
La jaula de grillos que hizo mi abuelo, que se la dio a mi madre y ella me la regaló a mí, en la que yo, de niño, metía a las cucarachas y les ponía el dedo índice en los barrotes cuando se acercaban a olisquear. Y a cada bicho le ponía un nombre, hasta que se me escapaba y cogía otro. Siendo ya mayor, me enteré de que Puyi, el que fuera emperador de China y sobre cuya biografía Bernardo Bertolucci rodó la película “El último emperador”, también tuvo una jaula de grillos en su infancia. Al final de sus días, terminó de jardinero.
Abro las puertas de mi casa y aparece ese afluente de imágenes de cada una de las cosas que le ponen una guinda a mi existencia, además de darle sentido. Un desfile de objetos que pasan por mis ojos y que, en algunos casos, yendo uno por uno, estuvieron guardados en los rincones de las muchas casas en las que viví, permaneciendo en silencio y en el olvido. Sé que hay personas muy meticulosas y que a cada una de sus pertenencias les ponen una peana o las guardan en un estuche. Yo las prefiero libres, que lleguen a mis manos, si las necesito, sin preámbulos, sin ceremonia alguna. Quiero que mi casa sea una “casa habitada”, que es lo que viene a ser una “casa con cosas”, puesto que la vida transcurre entre esos trebejos y bártulos que, en realidad, vienen a ser puentes que unen días…, granos de arena en los que está el universo, como el sol está en las flores o el infinito puede estar en una uva de Juan Pedro o de Tempranillo ¿Por qué no? Lo infinito es todo aquello que cabe en la palma de la mano o en un hueco de la memoria. También tengo un “vernete”, ligero, no vayamos a pensar, que es un artilugio que sirve para labrar la tierra. Estas piezas las hacía mi abuelo, que era herrero, y venían a ser los juguetes de entonces. Yunque y martillo, y una "toná mu sentía" cuando Enrique, el secretario de la fragua, se arrancaba con un "martinete" y mi tío Gedeón y mi bisabuelo Ulpiano golpeaban el metal poniendo el ritmo en esa copla octosílaba. Con el tiempo el vernete llegó a nosotros, entre los que contar a mi hermano y mi primo Julián. Siendo unos napelos, con ocho o nueve años, nos íbamos a las eras, en las afueras del pueblo y, en un cacho de barbecho que había junto al rulo de piedra con el que se pisaba las mieses, yo hacía de mula o arre de tiro, en tanto que mi primo araba. Cuando todo estaba preparado y dispuesto, sembramos unas cuantas matas de habas. Una de las veces que más feliz me he sentido en mi vida, fue haciendo el papel de animal labranza, tirando del arado. Quizás porque tiraba de algo o de alguien. No lo sé. Ahora bien, entre todos los objetos, la reliquia, por así decirlo, es un lebrillo de arcilla que mi madre le compró a un cantarero que venía de una alfarería de Medina Sidonia. Aquel hombre venía con un carro lleno de vasijas, metidas entre paja y papeles, y al burro lo ponía detrás. Una vez que llegaba al pueblo, engalanaba al asno con unos correajes de colores muy vistosos, le colocaba unas alforjas tipo serón y las llenaba de cántaros, tazones, pucheros, cazuelas, jarronas… e iba calle por calle pregonando la arcilla. El lebrillo igual se utilizaba para una cosa que para otra: que llegaba la matanza…, pues se picaba la carne para los chorizos o el salchichón y se adobaba con especias (vino, nuez moscada, canela, pimentón, pimienta, ajos y sal… al gusto). A continuación, se tapaba con un paño y se dejaba toda la noche reposar. A la mañana siguiente, se lavaban las tripas de cerdo con jabón de sosa cáustica, limón y naranjas, y agua… y con la máquina de embutir, se iban haciendo ristras, que después se ataban según la medida que cada uno le quería dar al producto. Se colgaban para que se secaran y, un tiempo después, solo quedaba ya la fritá o el fritorio. Una vez terminado, se introducían los chorizos en una orza, con todo el aceite, que, al enfriarse, se convertiría en la pringue. Este era uno de los usos que se le daba al lebrillo, pero a mí el que más me gustaba era cuando mi madre hacía las magdalenas, porque antaño, cuando llegaban las fiestas, las mujeres iban a las panaderías y tahonas del pueblo a "hacer de horno", ya que no había dinero para comprar mantecados, soletillas, galletas, tortafinas rellenas de cabello de ángel… Los niños las acompañábamos hasta el horno del Tío Pascualín y, a lo largo de la mañana (siempre que no hubiera clase), absorbíamos como esponjas toda aquella artesanía, transmitida de madres a hijos, que mantenía la tradición y la calidad, dulces hechos con productos naturales y …“Pásame el coco rallado, y no pongas tanta harina… Además, hay que pesarla primero… ¿Cuántos huevos has puesto…? ”. Tras la retahíla de frases, llegaba la obra de arte, que era cuando, en aquel lebrillo, se conseguía, con doce claras y un batidor de varillas, y buenas maneras, el punto de nieve perfecto. Aquello merecía un aplauso. Y meter el dedo para probarlo, claro.
Enseres u objetos, huellas que habitan en el recuerdo, como si les costara abandonar el pasado, que, si lo pensamos fríamente, el pasado fue ayer.
1 Comentarios
Bien
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