La luz de la mañana ciega mis ojos.
La hora punta y el sol convierten a los transeúntes en miles de siluetas que
caminan por una superficie como si fueran puntitos o filigranas hechas con un
lapicero, extraviadas por este mundo.
Mis ojos siguen la dirección de la
luz, de esos rayos que difuminan el horizonte, que a estas horas es fuego.
Cuesta avanzar. Detenido en el semáforo en rojo, se reaviva el recuerdo de
aquellos músicos cruzando un “paso de cebra”, fotografía que venía a ser la
portada de un LP. Pero la que cruza ahora es la multitud, sin banda sonora
alguna excepto la de la respiración. Personas que abandonaron el mundo rural y
se instalaron en la ciudad, hasta donde las trajo la modernidad y el afán de
superación, invadidas por un sueño. Llegaban por oleadas, sin darse cuenta de
que dejaban la parte de verdad que tiene la vida en el punto exacto que debía
seguir estando y donde ellos ya no regresarán, convertidas en autómatas de un
mundo decadente. Algunos, a eso, le llamaron “calidad de vida”. Al mismo
tiempo, en otros lugares de la geografía española, la vieja vida, seguía
agitándose entre las montañas, tumbada en los ribazos o subida a un árbol. No
era grande ni pequeña. Tampoco longeva. Era la misma de siempre, la que se
cierra y se abre como lo hace una flor.
Nada más conectar
con cualquier avenida de la ciudad, en seguida regresa el ruido, también la
belleza, sin la que no podríamos vivir. Plazas iluminadas, grandeza en los
edificios, por cuyas calles empedradas transitan los hombres trajeados y las
mujeres elegantes. La ropa, el otro idioma. Las piltrafas se quedan en
algunos patios de corralas o en los arrabales, en las afueras, a unos cuantos
palmos de donde se elevan esos edificios majestuosos, de acero y hormigón,
tras cuyos cristales ahumados brilla el dinero sucio. Y aunque el hábito no
hace al monje, también habla. Las telas, de siempre, esconden al
truhan y le dan la bendición al caballero. Y entre unos y otros, Madrid va cogiendo temperatura, sobre todo en sus comercios, bares de tapas y cafés, y en
los teatros, y en las sastrerías, mantequerías, y charcuterías…., que resisten abiertas desde el 1870, como Viena Capellanes, ultramarinos,
despensas de la capital, que, a día de hoy, todavía siguen trayendo
exquisiteces desde toda España, esas delicatessen que producen
música en los paladares, al yantar, algo que cambia el carácter de las gentes y
hace que sean más flexibles, y tengan mejor talante, como ha quedado reflejado
en algunas películas y en el papel cuché. Ese Madrid bullicioso, libre, y
rentable para los cuatro espabilados de turno. Todo a reventar, demasiada gente
por todos los sitios, con el canuto expandido encima del soneto y el mechero
llameante marcando la rima, un poema para premio, para ir a Hiperión y que lo
publiquen, sin prólogo de nadie, que los prólogos lo joden todo. Un libro bien
editado que parezca un poemario de música, porque eso es la poesía, música con
un puñado de sentimientos escritos con rabia, chocando las palabras y las sensaciones entre sí, hasta que, por fin, llega la primera calada y el primer trago,
que hacen que todo se armonice, que regrese la magia y la poesía vuelva a su
cauce, y el poeta al surco. Pinceladas de hoy, de ayer y de siempre.
Los martes la memoria trabaja a
destajo. Es una manera de agradecer el buen tiempo, a pesar de la caída de las
Bolsas de medio mundo, de los aranceles y la recesión, que es una palabra difícil
de definir Todos se miran, pero ninguno tiene la culpa. "Pío,
pío, que yo no he sido", le dice un Secretario de Estado del Pacífico a un
Ministro de los Mares del Sur de la China Meridional. Todos se lavan las manos como Pilatos y con el mismo jabón, dada la
crisis. Las monarquías tratan de ganarse al pueblo como ya sucedía en gran
parte del teatro de Lope de Vega. Y los de la "Ceja" siguen comiendo
queso Tronchón, acompañándolo de un vaso de vino Prieto
Picudo, provincia de León, cuyas viñas soportan los cuatro bajo cero,
de ahí que los lobos se paseen con bufanda. El queso en cuestión ya lo citaba Miguel
de Cervantes en El Quijote. Y nosotros que, al primer bocado, creemos haber descubierto algo... Qué ilusos...
Esperemos que este juego de echarle bemoles a las cosas no
termine en una ruina universal. Yo lo sentiría por lo del queso, no
por otra cosa. Con la moda del pormihuevismo..., uno ya
no sabe si comprar Gibraltar o regalarlo, porque, si analizamos detenidamente esta partida de
póquer o de aranceles, en seguida nos daremos cuenta de que el rubio norteamericano va de farol y que
Macron tiene un as en la manga, aunque, claro, como la manga le está un poco
corta..., pues…, cada dos por tres se le está viendo el pico del naipe por
debajo del puño y así…, ya me dirás… Ya veremos
en lo que terminan los whiskies... Seguro que gana el abstemio, porque el agua
hace la vista clara.
2 Comentarios
Muy bien
ResponderEliminar¡Buenísimo!
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