Yasujiro Ozu (1903-1963) es
considerado uno de los grandes nombres de la cinematografía universal, con un
amplio reconocimiento en su país, donde la crítica ha valorado su obra como
fiel testimonio de los valores más genuinos y autóctonos de su tradición, un
estilo estilizado y tan depurado como inconfundible, y cuyo nombre siempre
aparece junto al de Akira Kurosawa, Kenji Mizoguchi y Mikio Naruse. Pero podemos
decir sin complejos que Ozu continúa siendo el más desconocido de todos los
grandes cineastas.

Dice
Luis Noronha da Costa que la creación del mundo como Mirada y su reajuste a la
escala humana es, sin duda, clásica, y que, con ella se instaura el proceso que
llamamos Historia. Bien. En el arte del Renacimiento, sin embargo, todo lo que
formaba parte de lo que se consideraba estante,
es decir, lo que era ( todo aquello
que estaba en la Naturaleza), pasó a formar parte de la Imagen. Y resulta
también evidente que si el Ver tiene que ver con los dioses, el Mirar está relacionado directamente con el Hombre.
Así las cosas, en este mundo donde la catedral de catedrales es el Cine, que
reajusta la relación entre la Imagen y la Dimensión de la Mirada , no es de
extrañar que el pintor más moderno de nuestra época, Mark Rothko, haya hecho
coincidir la Dimensión de la Mirada y el final de la Visión de la misma, por
eso no enmarcaba sus cuadros y pintaba sus cantos con tal que no se notasen los
márgenes, el principio y el fin, incluso animaba a que sus cuadros se colgaran
en el suelo para que pudiéramos entrar en ellos . Pero, ¿ a qué cuento vienen
todas estas preguntas si lo que realmente queremos es hablar de uno de los
mayores cineastas de todos lo tiempos? Pues seguramente se deba a que
sencillamente Ozu fue el único que situó el problema de la imagen de cine en
relación el doble de identificación, es decir, que la imagen del cine debe
construirse teniendo en cuenta la escala del espectador, en profunda relación
con sus maestros Jonh Ford y Lubitsch, y entonces quizás podamos entender ese
célebre encuadre “a lo Ozu”, que nunca corresponde con un contrapicado, y cuya
misteriosa “altura de perro” continúa suscitando tanta polémica, hasta tal
punto que algunos han llegado a afirmar que
“si uno se sienta durante dos horas delante de una película de Ozu se vuelve
dos horas más viejo”, como si llegaran a combinar en un mismo instante el
tiempo y la nada.

Acercarse
a la obra de este autor japonés es una tarea de una dificultad incalculable,
pese a ser un director que incide en lo sencillo y elemental en su trabajo,
como sucede en la trilogía Noriko que está compuesta por Primavera tardía (1949), Principio de verano (1951) y Cuentos de Tokio
(1953), seis horas de cine donde el tema recurrente es la brecha
generacional entre padres e hijos, mostrado con una belleza absorbente, o el
papel que juega la mujer en la sociedad nipona, llena de dudas, que ansía su
libertad y que no quiere ser gobernada, aunque desde Occidente lo hayamos visto
de una manera diferente, ya que, cuando el cine llegó a Japón, lo tradicional
gozaba de una profundidad de siglos. De ahí que, en un principio, la
cinematografía no se viera como una expresión artística, sino como una
combinación del teatro Noh y Kabuki. En Memorias
de un inquilino/ Historias de un vecindario (1947), por ejemplo, Ozu
inserta varios planos vacíos de personajes como estrategia de distanciamiento,
una técnica que provenía del Bunraku. Y en El
sabor del té verde con arroz (1952) presenta espacios vacíos en las
esquinas del plano a la manera de la pintura Ukiyo-E del siglo XIII, una
perspectiva que remite al benshi o narrador del teatro Kabuki, con una estética
reposada y reflexiva donde no falta nada ni sobra, un hallazgo recurrente que
va a persistir en toda su filmografía y que no es otra que la estrecha
vinculación entre la vista y el fotograma, el contrapicado y una coreografía
sobria, además del conocido “plano bajo” (tatami) y el ángulo referente. Y desde el punto de
vista actoral, la utilización del Método Taguchi-Kotani y el método
Stanislavsky de interpretación, que más tarde adoptaría el Actor´s Studio de
Elia Kazan y Lee Strasberg.
Si
hablamos de estilo narrativo, hay quienes opinan, entre ellos David Bordwell, que
en el cine del director japonés podemos hablar de tres estilos: el caligráfico
(asociado al esgrima), el
pictorialismo y el de la línea
dramática dictada por la tradición. Una visión o una perspectiva muy ligada a
otras teorías occidentales hasta tal punto que, en 1929, Einstein visitó Berlín
para visitar a Bertolt Brecht y hablar sobre el teatro, cine y literatura, y ambos compartieron su interés
por el teatro de marionetas chino y por el Kabuki japonés, algo que Ozu,
buscando una noción particular de belleza, llevará en sus películas hasta las últimas consecuencias.
El
cine siempre fue espejo del mundo, pero no todo el cine, porque el de Ozu, ese
cine sencillo y cercano, siempre estuvo algo oculto, o sea, como si tendiera a diluirse, ya que muchos
sólo citan a Yasujiro Ozu por puro postureo, puesto que, en realidad, a esos
culturetas no le van esas películas extrañas, lentas, reflexivas, con un estilo
visual propio, maravilloso, ni el mensaje de un cineasta humanista y compasivo
que capta los sentimientos de la soledad y él los arropa con su cámara, con su
afecto y con la verdadera luz que se merecen. Así de claro.
Ozu es
un poeta, un pensador, que dominó la técnica de su oficio para plasmar la
humanidad en todos sus rasgos. Y lo hizo con personalidad, con humildad y con
la sencillez necesaria, que es, a fin de cuentas, como se consigue
la verdadera belleza. El cineasta al que le gustaba retratar una flor de loto
en medio del barro y que hoy es un cineasta de culto, venerado por directores y
entendidos. Son muchos los que se consideran herederos de su arte, tan sutil y
delicado, ese cine formalmente sobrio, de planos filmados desde el punto de
vista de un adulto sentado en un tatami, desde
donde captar los grandes cambios que estaba sufriendo la sociedad japonesa tras
la Segunda Guerra Mundial, que buscaba la armonía en las relaciones humanas,
que nos hacía sentir que la vida existía sin necesidad de grandes
acontecimientos o haciendo aparatosos movimientos de cámara.

Era un hombre que sentía un amor incondicional
por su oficio, concebido como razón de vida. Nació en 1903 y murió sesenta años después. Su vida y su obra
corren paralelas a la evolución que le toco vivir a su país. Y esa misma
transformación del mundo le serviría como base de su universo fílmico. Realizó
54 películas. Se dijo de él que era el más japonés de todos los directores
japoneses. Siendo joven, dedicaba más
tiempo a colarse en los cines que en asistir a clase. Llegó a ser maestro de
escuela en una aldea remota, pero un tío suyo lo metió en 1923 en la productora
Shochiku y en 1927 ya estaba dirigiendo su primera película. Era la época del
cine mudo. Solía ser un hombre discreto. Fumaba mucho y bebía mucho también.
Casi siempre iba vestido de la misma manera: un traje gris confeccionado con
tres piezas. Cuando rodaba, solía llevar un sombrero blanco. Nunca se casó ni
se le conoció relación con mujer alguna, más allá de los rumores de su larga
amistad con una geisha. También era un buen dibujante, sobre todo pensando en
sus stories boards. No le gustaba
teorizar. Y menos sobre el cine. En la Segunda Guerra Mundial estuvo destinado
en China. Fue hecho prisionero en Singapur. Al terminar la contienda volvió con
su guionista, Kogo Noda, y el cámara, Yuharu Atsuta. No empleó el sonido hasta
el año 1935: ꟷ”¿Para
que buscar ruido cuando reina el silencio”, argumentaba. Su plano
característico era tomado desde unos 90 centímetros sobre el suelo. También fue
un firme defensor de la cámara estática y las composiciones meticulosas en las
que ningún actor dominase la secuencia. Era normal ver en sus películas la
presencia de comida y bebida: la tarta de Navidad en la película La primavera tardía; el ramen en El sabor del té verde con arroz y el tonkatsu de El sabor del sake. Considero que era muy interesante ver cómo se
distribuía en su cine la casa japonesa y la importancia que adquirió ese
universo doméstico en Japón después de la guerra. Incluso el cineasta llegó a
someter toda su obra a un proceso de depuración: generó un soporte instrumental
sobre el que se registraba la disposición del mobiliario y de los objetos. Y a
partir de ahí se dibujaban los movimientos de los actores, la posición de la
cámara, los ejes visuales, la cuarta pared… Pocos cineastas han sido tan
consistentes en su estilo cinematográfico como Ozu: desde el cuidado del ángulo
bajo hasta las conversaciones a menudo filmadas de frente, pasando por el uso
de una lente de 50 mm o ese término acuñado por Noël Burch que se conoce con el
nombre de “pillow shot” (plano
almohada), que venían a ser tiros de cámara aparentemente aleatorios,
sostenidos durante varios segundos, de la vida cotidiana, que después actuarían
como transiciones entre secuencias. Siempre tenía a mano unos cuantos: una
vista del mar, unas cuantas montañas del lugar en el que transcurría la acción,
un barco, un tren, un edificio público, unas cuantas habitaciones privadas… Era
una manera maravillosa de evocar emociones apasionadas que estaban debajo de la
superficie. Pongamos un ejemplo de esos pillow
shots: una muchacha ha perdido a su
padre. Entonces vemos la habitación vacía y a oscuras. Eran imágenes que
hablaban solas.
Recientemente
el mundo cinematográfico se unió para rendir homenaje a Yasujiro Ozu, el
director que logró captar la esencia de las experiencias humanas y que ha
servido de influencia a Martin Scorsese, Wim Wenders o Wes Anderson. La
película elegida fue Historia de un vecindario de 1947, una historia que se sitúa en el
Japón de la posguerra en la que un hombre encuentra en la calle a un niño
perdido y se lo lleva a su casa. Ninguno de sus vecinos quiere ayudarle, hasta
que el niño queda en manos de una viuda de agrio carácter que, al día
siguiente, lo lleva hasta su barrio y, al preguntar, descubre que su padre lo
ha abandonado. Con un humor sutil e irónico, el filme alcanza un equilibrio
perfecto a lo hora de llegar al espectador y robarle unas cuantas sonrisas. Una cálida comedia de 70 minutos en la que Ozu
limitó los medios al máximo, así como los recursos, tanto materiales como
artísticos, hasta conseguir todo ello una pequeña obra maestra, “profunda y
sencilla a la vez como una piedra”, en palabras de su director, que escribió el
guion en 12 días, algo que logró gracias a la cantidad de películas que había
visto durante su encarcelamiento como prisionero de guerra en Singapur. No podía haber en la película ni
exaltación nacional ni tampoco humillaciones del pueblo japonés,
ya que había censura de los dos bandos. Según confiesa Yasujiro Ozu…: ꟷ “Hubo
quienes pensaron que había cambiado algo tras la contienda, aunque fuera sólo
un poco…., pero, al ver la película, dijeron que no había cambiado nada, que
seguía como siempre: siendo más terco que una mula”.

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