DIBUJANDO SUEÑOS

 

Prados de descanso


Durante estos últimos días el otoño ha estado regando  los verdes prados con una sinfonía de gotas que sonaba  como un pizzicato que intenta huir de la naturaleza o de la propia partitura. Los animales asisten al concierto sin moverse del sitio, atentos a lo que cae y al sabor de la hierba fresca, que hace ya rato que despertó los paladares.

Tengo delante de mí la esencia de muchas cosas. Las vacas mugen y la yegua relincha al ver aparecer por el horizonte al macho, un caballo marrón con mucho ímpetu que se acerca al trote. No entiendo sus lenguajes. Me fascina contemplarlos en esa quietud, mientras comen. Quizás lo más atractivo sea el ritual del cortejo. Frente a mí, una estampa hecha con el latido del paisaje. Aquí no hay grandes voces ni grandes personajes, pero sí emoción. Esto es el esplendor de Monet pero sin pasar por el impresionismo; es la realidad a través de los cristales del coche, con la ventana abierta lo que es una rendija en la parte superior para que no se cuele el chirimiri, que es en lo que se ha convertido ahora el concierto, moderato cantabile, mientras el vaho invade la luna delantera y la trasera, dejando sobre la lámina de vidrio un fumé que convierte esta realidad en un cuadro arrebatador, sugerente, sin influencias de otras corrientes pictóricas, y que, llegado el día, se  podrá subastar Sotheby´s por unos cientos de miles  de libras esterlinas. Aquí se alcanza el equilibrio, ya que , si nos ponemos a analizar, la estabilidad son cuatro cosas. Desde donde me hallo, la ciudad no es más que unas cuantas siluetas a lo lejos que dialogan bastante poco con el campo, ni con sus gentes, que vienen de abajo, acostumbradas a  la grandeza de la humildad, dura y cruel en ocasiones, donde la palabra es tan sagrada como un juramento y no se les puede venir a estos paisanos con engaños y morondangas, y obligar a los pueblos a que hagan un desatino. No es un conflicto. La cuestión es la falta de respeto cuando en un despacho tiran la dignidad a la papelera.


Cuaderno de escritos con notas a mano

Ya he llegado a mi casa, a la luz de la lámpara de mi hogar, que es una patria en la que los reyes abdican por un día. Sigo trabajando en una o dos ideas; cosas del alma.  Y también sigo dándole vueltas al poder absoluto del desnudo, sobre todo cuando está  trabajado sobre la piedra. Y esas manos, robustas, sinceras..., con las que está rematada la escultura. Va cayendo la tarde y el tiempo cambia rápidamente de color, en tanto que las palabras miran cada una para un lado y cada una dice una cosa distinta. Ahí está la lucha, en ponerlas en el sitio adecuado, si se dejan, porque a veces tienen una rareza taciturna y cuesta convencerlas de que formen parte de una historia, porque ellas y no otras  serán el andamiaje donde colgar las ropas con las que tapar a los personajes si tienen frío, el puente bajo el que correrá el agua de un manantial para calmar la sed en el camino o los verbos con los que dibujaré los sueños en cada uno de esos rostros. Eso es magia. Y aquí estoy..., tentando al hechizo, como todo diablo.


Libreta personal para notas


La lengua y la palabra no nos pueden llevar desde muy temprano a las tinieblas. Ni un periódico ni la televisión  tampoco.  Es necesario que un pueblo por la mañana esté recubierto de un halo de esperanza, por muy pequeño que sea,  y que inunde las rúas y los pasadizos, y hasta los callejones, que Madrid los tiene, ya sea el de San Ginés, las Tendillas, la Cuesta de Carmelitos, el del Gato, Sierpe o el popular callejón de la Bragueta, denominado así por el uso inmundo que se le daba. Y entonces venía la burla, porque alrededor del cotilleo siempre estaban al acecho los socarrones y el jocoso, que a veces era un cojo con malas pulgas y con una pata de palo. Jerga en ese Madrid castizo, ese corpus oral que se lanzaba al aire con un castellano repleto de laísmo y leísmo, momento en el que la charla quedaba más clásica e imperial, y donde adquiría grandeza, en boca de los personajes del barrio, porque a pie de calle salía el ingenio que regaba esas charlas de humor y  dramatismo. Les salía de carrerilla, incluida la historia, que fue pasando de La Villa y Corte hasta los “manolos”, que humedecían el gaznate en las tabernas. Voz y oído, de padres a hijos, y nada de leyenda o de rumores infundados, sino  como la vida misma, que llegaba fresca a los que flanelaban por los mentideros de la capital, vagando o callejeando sin rumbo, la noticia al instante, que se colaba por el ojal de estos exploradores urbanos, de estos individuos curtidos en la calle,  que luego transmitían a todo  el vecindario haciendo un juego de lenguas. Como lo hacen  también en las afueras o en los barrios más periféricos, que albergan algunos polígonos industriales, próximos al cinturón marrón y conformados con unas cuantas naves, una gasolinera y dos bares con menú diario.


Callejón del Gato (Madrid)

 Y allí, en los confines de la vida y del tiempo, es donde mejor se le toma el pulso a la sociedad y a la economía, entre la opulencia y la marginalidad, carcomidos por muchas miserias, las empresas fantasmas, la prostitución en sus esquinas… Por llegar, no llega ni el transporte público, que tiene la última parada en la rotonda que está a más de un kilómetro del corazón del polígono. En los últimos tiempos, se han ido llenando de gente divorciada, que, no pudiendo hacer frente a la subida de los alquileres, ha convertido las naves en lofts y se dividen el montante entre varios inquilinos. A la mayoría no les importa vivir en los arrabales. En el interior, el ambiente es acogedor y los espacios están bastante limpios. Por los cristales, a lo lejos, se ve la M-40, el Ikea, una fábrica de sofás, un almacén de pinturas… También hay artistas, arquitectos, creadores…, que sienten atracción por el undenground industrial y prefieren estos sitios para trabajar o diseñar. La parte más antigua, está constituida por calles más estrechas, mal comunicadas, llenas de talleres, los coches en doble fila, camiones, furgonetas, motos… y el bar cutre donde los trabajadores toman el café, el anís, un bocata de panceta o ese menú que tiene tres  primeros y tres segundos, a elegir, más el postre y una bebida. No cabe ni un alfiler. La mayoría con el mono azul y otros con el mono blanco. Hay dos mesas en los que los comensales casi no ven la comida. Tienen los ojos rojos de haberse pasado toda la mañana soldando. Más que comer, engullen. Tienen menos de una hora para volver al tajo. 


Bar Restaurante El Polígono


Y en ese tiempo hay que relajarse, comer y hablar de lo que sea. No importa el tema. En las otras naves, las más limítrofes y, por lo tanto, más recientes y amplias, han ido proliferando los gimnasios, pistas de pádel, salas de fiesta, alguna discoteca, e incluso lugares para reuniones de asociaciones religiosas y fundaciones. También salones de bodas. Pero de una manera u otra, los polígonos vienen a ser un oasis alejado de la gran ciudad, a la que miran de reojo. Algunos domingos hay mercadillo, al que se acercan los vecinos de los municipios colindantes. No hay demasiada flora, pero sí fauna, tropa, vendedores ambulantes, tribus, y toda una geografía humana que no encontramos en los mapas y que tampoco encontraremos entre los santos que vienen en los almanaques. Buena gente. En las mañanas de los domingos, desde hace ya algunos años, es costumbre instalar un mercadillo, que es una sinfonía de voces y una danza continua, donde acuden desde el nieto a la abuela, que, aunque no oye casi nada, entiende todo, porque es el lenguaje de siempre, de cuando era chica, más visual que sonoro. Si uno se queda mirando, cualquier rincón o recoveco parece un “bochinche imaginario” en el que se vuelve a escuchar ese deje de los quincalleros, la palabra de la calle, que sale muy cervantina. Otras veces, se usa la jerga del talego, porque todo pende de un hilo, que se puede romper, y de la noche a la mañana la vida cambia y entras en la trena. Lo dice todo el tatuaje que lleva en la mano derecha Isabel y que representa la ideología antisistema. Fue operaria en la Riplasti, que es como llama a una empresa de moldeo por inyección de plástico y en la se pasó más de veinte años de su vida trabajando. Ahora tiene un puesto en el que hace demostraciones de Thermomix y da a probar las recetas. Las señoras o señoritas, más algún señor, no es que le compren a Isabel, sino que ella los suscribe a un contrato en el que se financia la compra del aparato por meses. La chica se lleva una comisión por cada unidad. Ya no le importa que le reprochen algunas de sus vecinas eso de que se ha vuelto una maruja sin ideología. Ella ofrece el arte plasmado en un plato. La gente lo prueba y se suscribe. No se puede cocinar entre barreras ideológicas. Y desde que tomó la decisión de abandonar la fábrica de plásticos, vive como una reina. Es la atracción del mercadillo del domingo. En el polígono, la conoce todo el mundo. Como tarjeta de visita, reparte calendarios pequeños en los que, en la parte inferior, ha puesto su teléfono móvil y, por la otra cara, el tatuaje que lleva en su mano derecha: 6996. Es un símbolo. Cada cual le busca un significado. Para ella es la lucha, el pasado. Ha vivido con mucha impaciencia. Ahora vive tranquila. Todo esto queda muy lejos del Madrid de capa y espada, y de La Puerta del Sol; lejos de los reales tapices y del Café de Oriente. Es un retablo de la realidad al que hay que acercarse y observar con decoro y serenidad, porque la verdad requiere sosiego.

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