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Amanecer (Murnau, 1927) |
François Truffaut dijo que le gustaban los lugares como los campos de Amanecer, donde la luz, no sólo flota, sino que parece derretirse. Ha pasado el tiempo, quizás mucho tiempo desde su estreno, allá por 1927, y de las declaraciones de los hombres de Cahiers du Cinêma, el suficiente para que nos asomemos por una de sus rendijas para ver latir a esa maravilla.
Amanece y la mañana se llena de café y de preguntas sin respuesta: la duda, la metáfora de la vida, la soledad en las casas, la fragancia de los perfumes, los pájaros inquietos… Y la leche que hierve, y la gente con sus preocupaciones… La vida a color o en blanco y negro, la ceguera de unos fotogramas o la plenitud del cine. Todo depende de cómo miremos…
Espacios, días, amaneceres… La vida leída como un cuento, sin rituales, para que tenga continuidad y se la crean hasta los niños cuando, a la noche, les contamos una historia, la nuestra, porque a fin de cuentas en esas tramas que nos inventamos para que se duerman están gran parte de nuestras renuncias, de nuestros anhelos y de nuestros sueños. Y el niño se queda dormido y nosotros también, rendidos al deber cumplido.
Hace una mañana fresca, tan fresca como la merluza que venden en el mercado y tan caliente como el clima humano al que han azuzado los políticos desde los despachos, representantes de lo público que parecen mármoles de Berruguete con rostro de un “Torquemada" que habla con las voces de otros, los mismos que han subido el pan, el gas y la luz.
Amanece y por la ciudad se pasea el desánimo como se pasea la indiferencia. Vivimos en la incertidumbre. La vida se la inventan por la mañana cuatro chulos. Vuelve el expresionismo, las sombras, el contraste. La película no es otra que aquella que se vive en el interior de las casas, con sus penurias, sus dramas, el día a día, tan arduo. Ahora, más que nunca, necesitamos esbozar todos una sonrisa.
3 Comentarios
Muy bueno
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