EL AMOR A TRAVÉS DE LOS RECUERDOS



El violín de Ingres de Man Ray. La foto de los 20 millones de dólares

                                      

Sé que estás en algún rincón del tiempo improvisando uno de esos desfiles de luces y huesos, andando por la cuerda floja de la vida, apoyada solo en tu garbo, lo que hace que tu armazón suene como un arpa desafinada. Tú y yo sabemos que, vestida o desnuda, eras el sueño de cualquier fotógrafo. Y que la forma es el todo. De ahí que, antes de dar un paso,  nunca te olvidaras de abrir el pliegue de tu vestido, dejando que hablara la lencería, tu vitola, en el intento de convertir ese instante en un derroche irresistible de sensualidad.

Hace unos días, decidí seguirte hasta ese lugar que hay en tu corazón, convencido de que una mujer bella como tú sería capaz de potenciar la inteligencia de un cualquiera como yo. Cuando estaba muy cerca de tu rostro, casi rozándome con tu mejilla, sentí la necesidad de escaparme, pero nunca supe cómo huir de la belleza.  Como si se tratase de un sueño, el tiempo se puso lento y me costaba avanzar, algo muy parecido a  lo que sucede en cualquier historia de esas baratas en las que uno no espera nada y, sin embargo, encuentra todo. No es la primera vez que me pregunto quién eras y qué hacía yo metido entre tu piel, en tu cama, pudriéndome en tus brazos.


Galerías Lafayette, París


Con las primeras luces de la mañana, abrías las ventanas para que se fuera el olor de la mentira y también para que tu nombre se borrara de mi memoria. ¿Quién eras realmente? La poesía recrea el silencio como tu rostro se recrea jugueteando con las sombras, por donde aparecías y desaparecías. Tu rostro de entonces…, entre la nada… Nada o nadie, que es en lo que se queda un mito que se desangra en la batalla. Luego bajábamos a la calle para que sonaran tus tacones sobre el asfalto mojado en aquel París otoñal, entre brumas. Tu paso decidido, firme, con un fraseo rítmico e impecable, ponía en erupción tu entallado vestido tras el que se intuían unos glúteos importantes. La calle se llenaba, por momentos, de erotismo. De pronto, te detuviste en las Galerías Lafayette y te giraste hacia un enorme espacio acristalado, embelesada, abstraída, fuera de sí, como si necesitaras todas aquellas vitrinas para mostrarte al mundo. Sé que te hubiera gustado sacar de allí al Rey León, que llevaba ya más de un mes de promoción, y devolverlo a la selva para, por fin, traspasar aquella cristalera y volver a ser admirada, venerada. Te servía cualquier espacio donde se reflejara con nitidez el perfil de tu cuerpo, como quien busca más allá de la vida una definición, a sabiendas de que, en ese pequeño infinito, irían a parar todas las miradas del mundo. En cuanto llegaba el fin de semana y abrían los grandes almacenes, te faltaba tiempo para entrar, ni qué decir las prisas. Subías las escaleras mecánicas, porque todo en tu vida era mecánico, ignorando tal vez que subir era bajar. Y en esa ascensión, conforme te acercabas al abismo,  te ibas saliendo de este mundo. 


Suelas rojas de Louboutin


Yo asistí alguna vez a una de tus sesiones, entre el camerino (o dejémoslo en los probadores) y la pasarela, que venía a ser cualquier pasillo por donde desfilar delante de las dependientas, pero nunca lo hice de incognito, a escondidas, como lo haría cualquier voyeur, sobre todo porque no me habría gustado convertirme en Polifemo con un ojo falto de escrúpulos. Cuarta planta y... ¡La ropa! Solo prendas de marca. Y entonces comenzaba el verdadero ritual, ya fuera vistiéndote o desnudándote ante los espejos, modelándote ante ellos, recreándote entre prueba y prueba, engalanando  el cuerpo de una esfinge, de una diosa, fría y flaca, hasta conseguir el perfil idóneo con el que siempre soñaste, perfeccionado una y otra vez por la luz y revestido por un amplio catálogo de prendas íntimas: bragas culotte, un negliglé, medias, sedas, encajes... Y allí, desterrada en un cuartucho, volvías a estar maravillosa, a ser deseada.., codiciada, íntima..., creando una atmósfera de una pasión arrolladora. Tacones de infarto que te elevaban hasta el trono, entre el vértigo y las reinas de la moda y el couché, entre la extravagancia y la daga que atraviesa al amante y deja los celos sobre los ladrillos de los grandes almacenes, mientras volabas sobre aquellas  agujas en el intento de alcanzar el triunfo. Todo quedaba en un despliegue de apariencias, ya que a menudo lo femenino es un espejismo que se queda bailando en la superficie. Daba igual que la acción transcurriera en aquel París hechicero, en los grandes almacenes o en medio de la noche. Si amas es porque has decidido perderte en la oscuridad y  estás dispuesto a que suene  un arpegio de séptima dominante, y cruja todo,  porque como decía Ava Gagner “ para vivir de noche hay que tener talento”


Pintura al óleo. August Macke

La noche..., en la que nos mentíamos sin pudor, entre calada y calada del cigarrillo. Las mentiras nos entretenían hasta el momento en el que aparecía el sexo, que venía a ser un horno en el que siempre salíamos chamuscados. En cuanto a la mentira… No es mejor ni peor, simplemente, que desencanta, porque, donde se detiene, abrasa. En realidad, éramos un laboratorio, siempre de ensayos, de pruebas, a punto de explotar. Aquel río de palabras describía la  necesidad de la carne, sin aditivos, sin sal.., cruda. Y entonces no quedaba otra que esperar a que se avivara un poco la lumbre. Al no haber continuidad, todo se enfriaba: la carne y también los sentimientos.

 Yo salté a la vida en esa historia de amor como quien salta al escenario y no se sabe el texto. Al final, me quedaba mudo bajo las luces, mirando hacia los lados, o al suelo, y sin poder articular una simple y sencilla palabra. Había olvidado las cuatro letras que me habían llevado hasta allí. Aun así, fui capaz de acompañar en el sueño a una máquina humana, que no era poco. Ahora, cuando pienso en aquellos días, tengo dudas acerca de si fuimos una biografía o muchas. Esa palabra compuesta por cuatro letras me llevó a vivir muchos momentos en la oscuridad, marcado a fuego como cualquier ternera. La marca es la etiqueta donde está escrito quién es el dueño de tu destino. El destino es todo aquello que vamos superando, guiados por la luz, por esa lámpara inmortal que ilumina los ríos, los caminos, del mismo modo que ilumina la amistad, porque la amistad es otra lámpara.

Sigo en tu mirada. Soy esclavo de tu mirada, tan fascinante. Eras la diosa del cuadro,  sin nombre, la que hizo que me olvidara cómo se conjugaba el verbo huir. Me llené de dudas y de miedo, y me quedé sin palabras. ¿Quién eras? Miro con ojos serenos la elegancia de aquel esqueleto, porque la delgadez pone la estética en aquello que se esfuma. ¿Eras un cuerpo o un sueño construido en la noche, siguiendo el mandato del deseo, que se erguía construyéndote...? Me sentía un arquitecto. O un albañil edificando un enigma. Los amores, idealizados, son sentimientos de manicomio. Muchas realidades, pero una sola palabra: el amor. El mismo que reaparece por las rendijas de la vida y nos tienta. Y despierta al diablo. En eso se parece a un violín, que despierta a las fieras. Y suena en esa espalda femenina que no tiene cuerdas y sobre la que se escribe el deseo. La misma retórica que aquella que dibujó Man Ray con tinta china sobre la espalda de Kiki de Montparnasse, su amante. Dos “eses” sobre la mujer desnuda y en silencio con toda la carga erótica del instante. De nuevo el amor, el sexo, y ese Guarnieri del Guesu de 1742, apodado Il Cannone, el violín perfecto para acompañar la leyenda. Una música que se mueve muy bien entre manchas y líneas, como te movías tú, que rápidamente te colocabas encima de la excitación para manejar el tempo. Son unas imágenes exquisitas, momentos de delicadeza extrema y de mucha verdad. También de una bellísima historia de amor, de un encuentro a través de los recuerdos, después de tantísimos años. Hoy nos hemos encontrado aquí, en un simple papel, por casualidad. Por entre las rendijas aparecen tus ojos, tus labios…

 Desnudarse ante un papel es como desfilar ante uno mismo. Al fondo, se escuchan unas cuantas risas. Es el ego de la multitud. O quizá de mi subconsciente que se burla de mi arrogancia y aplaude como las focas. Pero no puedo rendirme ahora o hacer como que no pasó nada. También es una manera de  sujetar el tiempo, que siempre está intentando irse.

 

 

 



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