EL ARCOÍRIS DE CUERDAS

Plaza de las Comendadoras

El tiempo es como la espuma. Volvemos a lo absoluto. Paso los meses en el mismo fuego de siempre. La vida se reviste cada día de mil maneras. Uno ya no sabe qué ponerse…, o de qué lado ponerse, que ésa es otra… Demasiadas decisiones equivocadas. Hace años aún tenía la oportunidad de enviarle una carta a mi  madre y decirle: ”En la batalla piensa en mí”. Ahora esa carta se quedaría a medio camino y no llegaría nunca. La vida es una serie de encuentros y desencuentros. Y siempre me gustó disfrutar de cierta gente, aunque fuera en secreto; crecer juntos en esos encuentros diarios que teníamos, porque hemos de saber que vivimos en las costumbres y en las palabras. Muchas de esas personas ya no están, pero les sigo escribiendo para que el buzón de sus casas siga estando lleno. Como diría Manuel Vicent, “el buzón marca el nivel del corazón”.

Un barrio no es sólo un barrio, es un sentimiento. Podía haber acabado en cualquiera de ellos, pero al final terminé en el Barrio Universidad, entre el Cuartel del Conde Duque de Olivares y  La Plaza del 2 de  Mayo, cerca del Café del Foro y La Vía Láctea, garitos incombustibles. Digamos que acabé en el barrio más pop, donde igual te encontrabas con la calle El Pez que con otra que se llamaba Manzana. Aquello parecía el Mercado de Abastos. Por haber, había una  en la que Francisco Contreras, un romántico, había abierto una zapatería a la que bautizó con el nombre de Doctor Zapato, puesto que su trabajo consistía en unir cosas.  Y dos calles más allá,  vivía  el pintor Jerónimo Salinero, que siempre decía: ”El hilo compone la cuerda, la cuerda el instrumento, el instrumento la idea, la idea compone la obra. De hilo, cuerda, instrumento, idea y obra, está compuesta el alma. La cuerda…, puede ser corta, larga, fina y ancha. Y entonces se forma un arcoíris  de cuerdas, porque la cuerda está hecha de verbos que inician el abecedario”.


Eslogan del barrio en un balcón

Era la familia del barrio. Con un lema: “Todos a una”, como D´Artagnan y Los Tres Mosqueteros. Unos tiempos en los que no teníamos la necesidad de ir a comprar hasta donde Cristo perdió el gorro o meternos en uno de esos grandes almacenes diseñados para que jamás encontremos la salida, y siguamos comprando. Vivíamos en el barrio con todo el “marujismoo”, que venía a ser la igualdad mal entendida, y todos íbamos en una única dirección, la misma que  nos invitaba a pensar en el futuro. De nunca me gustó vivir en un lugar donde no existes. Cada mañana, cuando bajaba a por el pan, leía las ilusiones de mis vecinos en las paredes del barrio, ya fuera un grafiti, un eslogan…, la protesta callejera en las farolas  o en las marquesinas de las paradas del bus..., es decir, palpaba a diario la realidad, la misma que el concejal de distrito se pasaba por el forro de los cojones. Y de los balcones colgaban banderas, sábanas escritas y llenas de ideales, que ahora la gente no cuelga. Incluso había balcones con versos y obras de teatro en tres actos escritas en varios  DINA-3 como si las hubiera escrito Tirso de Molina. La gente era creativa y muy luchadora. Sonidos del barrio, de ese trozo de ciudad que pedía paso, que pedía respeto y que hablaba cuando tocaba. Los compañeros de viaje marcan una categoría y le dan calidad a la vida antes de que el viaje se termine. No es fácil encontrar “otros satélites”.  Cada cual busca su refugio y su puesta en escena sin  tener que pasar por el altar, que suele ser un mostrador donde se trapichea con los sentimientos. Lo que realmente necesita el mundo son propuestas para que podamos volar. Entretanto, el cielo puede esperar. 


El poder de la imaginación


Las cosas van quedando atrás. Vivo de instantes, Hay momentos en los que tropiezo con las horas. Cuando logro sentarme, doy la luz y me miro en el espejo. Al mirarme, me digo: ”A un hombre como yo, nunca le hubiera dado el aspecto que tengo (palabras de José Luis Borau, director de Furtivos). Uno suele ser  el cuerpo que zozobra y otro el que bulle, el que busca el fuego galopando sobre frenéticos caballos, entre relinchos, hasta llegar a lugares sin nombre. Pero en estos instantes, la casa se me hace inmensa, las habitaciones…, aunque sé que nunca escribo solo. Son cosas que se me ocurren en la noche, tan sensual y amulatada como esas  muchachas del Bronx que brillan bajo las estrellas. La noche y las horas, las estrellas, y esos momentos turbios en los que se envenena todo.  Y lo peor es que tampoco queda un poco de sopa, que siempre ayuda a salir del trance, además de calentar la garganta y el espíritu. Y al final me dejo arrastrar por la memoria, que ha vuelto a escaparse del cesto de los papeles, y me convierto en un ladrón de palabras. Por eso, a la hora de ponerme a escribir,  prefiero la mañana,  bien temprano, y  llamar a la imaginación, tan fiable. Nunca me gustó dejar la literatura o la vida en manos de la memoria. La imaginación me ayuda a respirar y me regocija  con la ayuda del café, evitando que caiga  al vacío en mitad de la prosa o que viva desesperado, que es una cosa que ya no lleva. La imaginación es la mejor amante y con la que quiero quedarme para siempre, a sabiendas de que ése es mi sitio, mi paraíso, y desde donde puedo rugir, llorar, o pedir perdón, pero sobre todo ser yo. 

 

 

 



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