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Seis de la mañana. Hora punta en el Metro |
La hora punta y el
sol convierten a los transeúntes en miles de siluetas que caminan por una
superficie como si fueran objetos
animados, filigranas hechas con un lapicero, extraviadas por este mundo. Mis
ojos siguen la dirección de la luz, de esos rayos que difuminan el horizonte. Detenido ante el semáforo en rojo, se reaviva
el recuerdo de aquellos músicos cruzando un “paso de cebra”, fotografía que
venía a ser la portada de un LP. Pero la que cruza ahora es la multitud, sin
banda sonora alguna, excepto la de la respiración. Personas que abandonaron el
mundo rural y se instalaron en la ciudad, hasta donde las trajo la modernidad y
el afán de superación, invadidas por un sueño. Llegaban por oleadas, sin darse
cuenta de que dejaban la parte de verdad que tiene la vida en el punto exacto
donde debía seguir estando, y adonde ya no regresarán. A eso se le llamaba “calidad
de vida”, sin caer en la cuenta que, en
otros rincones de la geografía, la vieja vida se agitaba alegre entre las
montañas, cerca de los ríos, tumbada en los ribazos de los campos o subida en
un árbol. No era ni grande ni pequeña. Tampoco longeva. Era la misma de
siempre, la que se abre y se cierra como lo hace una flor.
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Semáforos |
Los semáforos señalan el camino de la subsistencia de muchos jóvenes que se buscan las habichuelas con los malabares urbanos, mientras sortean motos, reciben miradas despectivas, así como aplausos o alguna dádiva, que se traduce en unas monedas o en una única moneda. A veces, incluso nos encontramos con niños que venden golosinas, limpian parabrisas, hacen piruetas… o se ejercitan con el diábolo. La atracción dura tanto como lo que tarda el semáforo en cambiar del rojo al verde. Espectáculos con cuchillos, con el firestick o haciendo tragafuegos. Muchos son mochileros que se sacan un dinero para poder viajar. En primavera, dado el frío de aquellas latitudes, hay muchos argentinos. Son muy buenos. Alberto, un chico que llegó a salir en la televisión realizando su número, tenía mucho éxito en los semáforos. Llegó a comprarse tres coches haciendo malabares. Cada semáforo es un circo distinto. El arte los hace libres. La vida en el semáforo o en la calle vendiendo lotería, como hizo Blas Romero, el Platanito, que, llevado por los malos consejos o las tangentes de la existencia, se arruinó. Pudo recuperarse, en parte, vendiendo lotería, con la que se sacaba un sueldo digno.
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Malabaristas en los semáforos |
Por
todos los rincones aparecen las miserias de la vida, esa radiografía de la
sociedad que nadie quiere ver, mientras sus víctimas se entregan
silenciosamente a la esperanza para eludir las adversidades. Tienen el puño
pequeño pero fuerte. Y no hay día que no dibujen en el aire una sonrisa
inevitable porque ya han aprendido a levantarse. Cerca de ese semáforo pasan
los trenes de toda España, que se detienen en unos raíles en los que viajan
ajustados la ilusión y la frustración. La mayoría de las gentes vienen a la
aventura. Vienen a probar suerte y a probarse como seres humanos. Por la noche
suelen pasar los trenes de mercancías. También pasa el silencio, que ilumina
las vías que se pierden en la oscuridad. Todos esperan a que llegue su hora.
Eso los mantiene vivos y expectantes en esta gran ciudad, que crece a ritmo
vertiginoso, en continua evolución, llena de profundos cambios que trastocan su
fisonomía, con nuevas avenidas y unos edificios tan altos, que parecen retar al
cielo. Cambios constantes. Pero la ciudadanía queda lejos de estas decisiones.
No entra en los planes de la puesta a punto de la ciudad. La rueda de prensa
para dar explicaciones es sin preguntas. La respuesta la tienen los índices
bursátiles del mercado. Esos son los que le cambian la chaqueta a la ciudad. El
hombre rico no quiere improvisaciones y
compra gangas para después modificarlas y venderlas a precio de oro. El cielo sigue
siendo redondo sobre nuestras cabezas. Los viajeros hacen fotografías de las
construcciones antiguas, mientras el pueblo se limita a moverse generalmente
por sus barrios.
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Calma mi sed de amor. Single de Paul Latin |
El viento trae
aromas nuevos e incluso secretos ocultos, porque quita la hojarasca que los
cubre. Trae amores, de cuando entonces. El olor del amor, que huele diferente.
Y los labios de Elisa, que son los mismos de siempre, inolvidables. El amor que
calmó mi sed y se volvió pelirrojo ante las luces de la ciudad, amando al
revés, como me enseñó a amar aquella mujer: sin hacer preguntas, simplemente
caminando juntos, un cuerpo con el otro, iluminando el trayecto con la verdad,
mientras ella iba trepando hasta llegar a mis miedos, donde se detenía para
borrarlos. El amor. a veces, es un túnel por el que transitamos indecisos, algo
perdidos, ruborizados ante las expectativas, lo nuevo, el otro cuerpo, y cuya
grandeza estriba en que puede elevarnos hasta el delirio o dejarnos tirados por
el suelo como un trapo. El blanco o el negro. Ese es el reto. Más el dolor. Más
el aliciente del sexo. Por eso atrapa. Cuando se rompe, solo queda escapar por
una de las grietas del túnel y buscar un refugio donde hilvanar ese trapo,
vestirse con él y despertar en un nuevo lugar, en otro tiempo, en otro minuto,
porque el tiempo ahora es una pizca de un todo.

1 Comentarios
Qué frase más bonita :”También pasa el silencio, que ilumina las vías que se pierden en la oscuridad”
ResponderEliminarBuenísimo todo el relato y el final impresionante…