ESTAMPAS DE LA REALIDAD



Portada de libro Avión Club, de Carlos Santos

 

Mirar libros es una manera de quemar el tiempo. Los ojos viajan sobre las portadas como si recorrieran el mapa de nuestro último viaje, hasta que, en la  panorámica final, encontramos la obra que buscábamos, a ese autor que utiliza un lenguaje caliente y que siempre escribe contra alguien, aunque sea contra él mismo. Y lo hace con la voz de tabaco, trágica, entrañable al mismo tiempo, esa voz que intenta desordenar el mundo desde su interior.

El invierno viene algo ambiguo y repleto de despropósitos. Pero, en cuanto cae el camisón de seda  y suena un saxofón, el ambiente se vuelve exquisito. Y ya tenemos definido el erotismo. En estos tiempos de tantas prisas, a la hora de definir las cosas, lo mejor es desenfundar una frase que no pase de cuarenta caracteres. Sobre todo en la calle, donde la historia se olvida rápido, ya que muchos se pasan las horas embalsamados por la cosmética del capitalismo y la democracia del dinero.


Corrala en Lavapiés


Pero al día siguiente, o sea, mañana, hay que levantarse temprano. Ya sabemos que  madrugar es de pobres, pero es algo que merece la pena por ese olor que tiene  la mañana, en tanto que aprendemos el lenguaje de los pájaros, a los que oímos, pero no vemos.

El puchero ya casi está. Lo voy a apagar no vaya a ser que se pegue. Los pajarillos no comen de caliente ni de cuchara. Durante estos días, la lluvia ha creado un paisaje mental. El agua ha servido para borrar la culpa, sobre todo en esas corralas en las que está encerrado el secreto de los siglos y donde se ha ido escribiendo  la historia de la ciudad,  en la vivienda obrera,  que es donde está el calor del gentío. Casas húmedas, frías, y cuya única bandera es la de la solidaridad: ꟷ”Dame un poco de sal; déjame una cebolla para el sofrito; toma un manojo de perejil; ahora te traigo las dos sillas, que tengo visita…”. Y el puchero que hierve y las sábanas secándose, blanquísimas, vapores  y verdad, estampas de la realidad, mientras suenan las campanas  de la iglesia de San Andrés,  en La Latina, con la intensa luz del mediodía.

El café denso y corto. El ambiente desconocido. Los bares son un laboratorio sentimental de primer orden. Desde que abren hasta que cierran, son un baile constante de espejos y  perfumes caros para atenuar el olor que viene de serie, y donde los poetas escriben sus versos en las servilletas de papel, mientras se toman la copita de anís. Hay rapsodas a los que les gusta más apoyarse en la barra. Igual tiene. La literatura es oxígeno.


La galerie des carrosses de Versalles

Al salir, Malasaña desafía la noche como ya desafiara a Napoleón. Llegan a la memoria aquellos tiempos en los que la gente cantaba La chica de ayer, Escuela de pasión, Un hombre lobo en París, y Perlas ensangrentadas, años de La Movida, una escena cultural tachada de frívola, clasista, ególatra y neoliberal, que no soportaba a los cantautores con su guitarra, a los que tachaban de cutres, antiguos y cursis. Y ese travestismo de la Movida también se dio en la política, traicionando el socialismo de Suresnes. Aquello era un enjambre de sibaritas y  gente libertina pastando todos  en la misma dehesa.

No sucedía igual con Don César, un señor con mucha clase que tocaba todas las noches en el Avión Club de la calle Hermosilla, 99,  un bar a pie de calle, con una puerta de entrada que parecía la de un almacén en vez a un local nocturno, cuyo lema era “pipas-piano” ( de ahí que la gente fuera ya cenada) y donde el humo venía a contar  muchas historias de aquella España de hule y del bocadillo de calamares, que fue el alimento de la Contrarreforma. Aquel pianista, que parecía sacado de una película o de algún blues, volvía a tocar otra melodía infestada de pasión y melancolía,  y las almas de aquel antro se ponían blandas como la noche, mientras fuera seguía lloviendo. Era entrar y tenías la sensación de que, de un momento a otro, iba a aparecer Rick (Humfrey Bogart)  e Ilsa (Ingrid Bergman) y  que volveríamos a escuchar   aquello de “tócala otra vez, Sam”. En las paredes  había fotos de aviones de cuando la Guerra. Era el lugar de reunión de los pilotos republicanos.

Llegan los coches de caballos a los teatros. El éxito de la función lo marca la mayor o menor cantidad de excrementos de caballo que haya sobre los adoquines. “¡Mucha mierda!”, gritan los componentes de la compañía. Teatros de siempre, a la luz del sereno de entonces, en una noche de sátira, de fe en la verdad del juego dramático, soportando las inclemencias del tiempo y el precio de un cucurucho de castañas asadas, tan flatulentas. Suenan los aplausos. El éxito está asegurado. Noches de blanco satén y de teatro, y ese idilio permanente con las voces de los actores y las actrices, tan estupendas. Desde Chejov a O´Neill. Arte y belleza. Y el corazón que sale a pasear sin importarle un pimiento la intensa lluvia. Pasen   y vean.

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