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La calma de una orilla olvidada. Tienda Arttor |
Hoy ha llegado la calma, que no es un nombre de mujer, sino aquello que se esconde detrás de las palabras. El problema viene cuando la calma se encuentra con el orden, el mandato, el orden ordenadísimo, todo limpio, limpísimo, la casa recogida, las camas hechas, los cubiertos fregados, las llaves en su sitio, el baño impecable…, con una bayeta para el lavabo y otra para la ducha, el cesto de la ropa a rebosar y el horario para poner la lavadora: los lunes, las toallas; los martes, las sábanas… Y nada de por medio, que nadie diga nada al ver los cachivaches sin recoger y piense que tenemos el síndrome de Diógenes.
Llega la calma, aunque todavía con algunas ráfagas de viento, dulces y melodiosas, que se notan más entre la soledad y la pobreza. Lo digo con ironía, que es una cosa muy parecida a un fino hilo que no se ve, pero que se siente. El caso es echarle sal y pimienta a la trama para que nadie se aburra. La vida hay que encenderla con algo para que nos ilumine el camino, como hacen las páginas de sucesos en los periódicos de la Banca o de los grupos de presión, que le pegan fuego a la traca para que no se vea la verdad. Así se lee mucho más fácil, entre botellín y botellín de Mahou. A los reporteros no les gusta hablar de la muerte. Cuando les toca hacerlo, se les pone mala cara. Eso es más una cosa de la policía, que sabe qué hacer y cómo quitarle la máscara al último adiós, algo que se le daba muy bien a Roberto Alcázar y Pedrín, aquel cómic de la Editorial Valenciana de los años cuarenta del siglo XX, en el que algunos vieron en ese héroe de la ficción al líder del nacionalsindicalismo José Antonio Primo de Rivera y Saénz de Heredia.
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Iglesia románica de San Miguel. Siglo XIII. Sotosalbos (Segovia) |
En estas tranquilas
mañanas la vida se interroga a sí misma antes de que la llamen para una
entrevista los de la televisión, que preguntan por preguntar. Está que echa humo, con tanta niebla, que es el título de la mejor adaptación que se
ha hecho de las novelas de Stephen King, un humo que forma un mar de nieblas,
mientras huele a fumata, y no por el
olor que se produce al arrancar el coche que ha estado unos días parado, sino
por la leña del horno de asar, a estas horas ya encendido, el olor de la
Historia y de la chimenea “chisporroteante” que trae recuerdos de siempre, recuerdos metidos
en la cápsula del tiempo, mientras arden las encinas, y el lechal y el
cochinillo esperan en la cazuela. Agua y
sal, y fuego, nada más. Y buena compañía.
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Restaurante Las Casilla. Sotosalbos. |
Vienen dos botellas
negras de vino tinto. La calma se convierte en placer y el viento que sigue
ululando cerca de la ventana en plan amistoso. Es el turno del paladar y de la
conversación amena. Se brinda por la vida y suenan las trompetas, y las manos chocan en el aire. El vino enciende las mejillas y diluye los problemas.
Caras conocidas. Amigos de siempre. Y el fuego y la memoria que vuelven a
fundirse alrededor de una mesa. Y los cuerpos a descansar sobre el respaldo
de la silla, momento crucial para que entren en acción los cinco sentidos, sobre
todo los ojos, que en ese instante es preciso que estén cuajados y densos para mirar a los
comensales con respeto y gratitud, sí, pero también con la “mirilla abierta" por si las flais. No sería la primera vez que el
vino hace de las suyas, a pesar de la amistad, a pesar de todo.
Una que se levanta
a fumar, otro a mear… La mesa, por momentos, se convierte en un jardín de borrachos,
cuando llega la hora de pagar. Vuelven todos para el postre. La espantada ha
sido puntual. Vuelven con las manos limpias y perfumados. Hablan sin palabras.
Ya nos conocemos. El perfume amansa a las fieras y al dinero. El camarero nos
ha invitado a unos chupitos de orujo, yerbas y licor de wiski para que nada termine aquí…, ni ahora…, esperando que
caiga el monís en la bandeja de plata y la propina, que es el impuesto
revolucionario de los pobres. Todo en cash, la misma moneda con la que se pagaba en Zalacaín, un restaurante situado en el barrio de Chamberí en el que no se podía pagar con tarjeta, ya que, al pasarla por el datáfono, se derretía..., pero en este caso, nuestro caso, pasa algo parecido, porque una comida invernal entre amigos y secreta no
se puede pagar con la tarjeta de crédito para no dar pistas: ni del sitio ni de
la reunión. En realidad, todos estamos trabajando. Si supieran…
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