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Proyecto Barrio: entre la memoria y la cotidianidad |
Llevo
unos días cogiendo el bus y el Metro. He dejado aparcado el coche en mi calle porque, últimamente, cada vez que me metía en
él e intentaba ir al centro de la ciudad, sentía que iba en una cápsula,
aislado, sin conversar con nadie, lejos de la realidad y del mundo. Luego
quedaba lo de aparcar y, sobre todo, el tema de tener que pagar por aparcar en la calle, que esa es
otra. La gente ya ve esto como algo normal, cuando la calle es de los
ciudadanos. Estamos más pendientes del ticket que del recado que tenemos que
hacer. Y otra multa. Salimos a hacer unos recados y somos fotografiados y
controlados por toda una red de cámaras que vigilan en nombre de la seguridad,
la libertad y la democracia. Es mentira: es control puro y duro para dejar
nuestra libertad desnuda. La libertad es polvo que se lleva el viento. Por eso decía que llevo ya unos cuantos días utilizando el transporte público para ver
qué tal se me da la experiencia de formar parte de la plebe, aunque también
conozco a algún estirado que otro a los que les gusta navegar por las
profundidades.
Bajo
las escaleras mecánicas para meterme en la madriguera como un zorro perseguido
por la urgencia y los cazadores furtivos. Puedes entrar de día y salir de
noche, sin enterarte. Es lo que tiene descender, que se congela el lenguaje.
Para evitar esto y también para no estar solo, a pesar de que los vagones van repletos
de gente, me he traído un libro. Viajo rodeado de momias que van pendientes de
los móviles, abstraídos en mundos distópicos o inexistentes. Viajan a diario
hasta otro cosmos mental, entre
tinieblas. Con los días, han ido adentrándose en un laberinto del que no saben
cómo salir. O peor: se han subido a una azotea para divisar una ilusión y ahora
no saben cómo bajar de ella. Los han engañado desde una nube virtual.
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Barra del Bellas Artes |
Vuelvo sobre el libro, que es una criatura maravillosa que me ha regalado mi hija, impreso por Alfaguara. Entro en la literatura como quien entra en la gloria. Penetro en las palabras y deja de existir cuanto me rodea, como si, de pronto, fuera devorado por la irrealidad. El vagón está totalmente vacío. Viajo solo. Las luces siguen encendidas. Y así hasta la estación en la que me tengo que bajar. Se abren las puertas del convoy, desciendo de él y de nuevo aparece el guirigay, el desfile continuado de ciudadanos yendo para todos los lados, deprisa, luchando con las horas pero lejos del tiempo. Van, vienen; entran, salen. Pasillos, túneles… Al girar en un hall, me topo con una chica que va a empezar a cantar, acompañada por una guitarra acústica. Ser artista tiene un precio muy alto, en tanto que la cultura no sea respetada como se merece. Los países que se olvidan de la cultura, están perdidos. No los rescatará nadie. La música hace que abramos las escamas bajo tierra y nos entre mejor el aire que nos falta. El aire y la comprensión de este mundo, en el que reina la indiferencia. No es necesario una gran creación o un tratado descomunal. A veces, muchas piezas sueltas llegan a formar esa obra que necesitamos para ir hacia delante. Por eso es bueno e interesante detenerse a escuchar, cederle el turno a los demás, que nos cuenten, que nos hablen, que nos canten y enciendan las luces, las ganas de vivir.
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La Violeta caramelos |
Nada
más salir a la calle, respiro y, por fin, sonrío, cortesía de la casa o de las
vistas maravillosas de esa Gran Vía que no me pregunta ni cuestiona
quién soy, mientras se exhibe en todo su esplendor. Acabo de salir del agujero
y parece que va a llover otra vez. La Gran Vía impone su calma, algo que la
convierte en un fresco del momento y mide la temperatura o la vitalidad de
la ciudad. Y aquel que crea que ha visto de todo, tiene que retractarse y seguir
paseando, calle arriba, calle abajo, de bureo, inflando y desinflando los
pulmones, haciendo hambre hasta la hora de comer, cuando cientos de fulanos
buscan una terraza, o un interior, si cabe, y hacen alardes con el vino,
mostrando cierta maestría con el cucharón a la hora de servirse el cocido.
Voy subiendo hacia el Círculo de Bellas Artes, donde me encanta tomarme un café
expreso. He pasado por la puerta del Banco de España y había una cola de
ahorradores de aquí te espero, de esos
ciudadanos que tanto le gustan a la banca, a los gobiernos, y a los especuladores…y,
por qué no decirlo, a los curas. La gente que ahorra, las hormigas, los del
canguis, los que están todo el día velando por su seguridad en la tierra,
aferrados al vil metal o a los bonos del Estado, que es un producto con más
peligro que la nitroglicerina. En cada una de las mesas, hay un celular, un
móvil de telefonía como decimos a este lado del Atlántico, desde donde se
controlan las “colmenas”. Vuelve la dictadura de las formas, la geometría…,
pero sobre todo el rectángulo. Bebo ese líquido caliente, amargo, fuerte y
espeso, y me lleno de vitalidad. Es por la mañana y, en La Pecera a pie de
calle, Alcalá, 42, hay unos bonitos toldos que me dan sosiego, como
me lo da el humor al escuchar a uno de los camareros mientras anota la comanda
de la mesa de al lado.
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Gran Vía de Madrid |
Al
terminar el expreso, he ido andando
hasta la Plaza de Canalejas y me he metido en La Violeta, una bombonería centenaria. Tengo que hacer un recado. Me
han encargado caramelos. Y como a nadie le amarga un dulce… Hay caramelos de
anís, chocolate, coco, malvavisco, menta…, entre otros, pero los que busco son
los que llevan esencia de violeta, como no podía ser de otra manera. Por este
museo pasaba Alfonso XIII a comprarle caramelos a Victoria Eugenia, su esposa,
y también a su amante, Carmen Ruiz de Moragas. Se acercaban hasta este lugar a
comprar reyes y literatos. Uno de los más asiduos era Jacinto Benavente, que,
cada vez que iba al café del Gato Negro, pasaba por La Violeta.
Al salir,
voy haciendo una lenta panorámica, ya que, todo el espacio urbano de
esta falsa plazoleta está encajado entre edificios de singular arquitectura.
Edificios modernistas, en ese Madrid decimonónico, donde, ya por aquella época,
abundaban los reclamos publicitarios, como el de “Zotal”, “Longines”, “J.G. Girod” o uno de aquellos eslóganes gigantes que ocupaban el frontal de la fachada de uno de los edificios y que
decía: “Usad Jabón Flores del Campo”.
Corría el año 1915.O sea, que no hemos inventado nada. Estaba ya “tó inventao”. Hoy corre que vuela el
2025 y la gente no suele comprar muchos caramelos, y menos si tienen que ser
violetas; compra tecnología que es la encargada de llenar las mentes de muchas incógnitas.
Huele a lluvia y también a un mes que se ha ido, como se van los transeúntes hasta sus casas para vivir esa vida doméstica tan diseñada que los convierte en cadáveres que bailan al son de la economía, que suele moverse como unas maracas según respire La Bolsa, que es una cosa que casi nadie entiende, ya que la economía de siempre fue tan incomprendida como bailonga. La fiesta se lleva a cabo en la intimidad y el reportaje se publica en las redes sociales, para dejar constancia. Necesitamos titulares de todo, hasta de las heridas de nuestra cotidianidad. Decía Susan Sarandon que "....todas esas promesas que hacemos y no cumplimos... ¿Por qué crees que dos personas se casan...? ¿Por pasión...? No. Se casan porque necesitamos tener testigos de nuestra vida. Hay millones de personas en el planeta ¿Qué importa en realidad una simple vida? Pero en un matrimonio lo que prometes es que te preocuparas de todo..., de lo bueno, de lo malo, de lo terrible..., de lo trivial..., todos los días y en todo momento, y lo que viene a decir esa unión es que tu vida no pasará desapercibida porque yo me fijaré en ella... Tu vida no pasará inadvertida porque yo me convertiré en tu testigo".
2 Comentarios
Bien
ResponderEliminar¡Me encanta ese recorrido por Madrid!
ResponderEliminarTus relatos también son criaturas maravillosas …