JO, ¡QUÉ DÍA!

 

Jo, ¡qué noche!

 

No hay semana que no se atraviese un miércoles como se atraviesa una raspa en la garganta, escollo ciertamente significativo en el propio devenir, ya que, al no ir ni hacia adelante ni hacia atrás, lo que nos está diciendo o anticipando  es que, partiendode esa situación, sí no hay un movimiento en alguna otra dirección,  hay muchas posibilidades de que algo salga mal. Y quizás esto se deba a una de esas teorías, mitad  conspiradora, mitad disparatada, de quienes piensan que hay días propicios para el caos, o para el cachondeo, porque la vida necesita un día a la semana para descansar y mofarse de sí misma. Así que no hay miércoles que no se arme la zapatiesta y la vida monte una traca de aquí te espero,  un espectáculo del esperpento, poniendo patas arriba la existencia. Por ejemplo, hoy sólo me deja mirarme en  el espejo cóncavo del baño y no en otro; todos los demás, incluido el de la bicicleta que hay en el garaje,  los ha hecho añicos. Y  si quiero terminar de peinarme y  arreglarme un poco, me obliga a que me mire en  la placa de la vitrocerámica. Hay que ver… Y después me ha insinuado que fuera metiendo las sillas en los armarios y, donde he quitado las sillas, que ponga la máquina de coser, que tiene mil años, para ir empalmando el relato de la mañana con toda la actualidad… Pero lo peor es que, cuando estoy  llevando a cabo el mandato,  cada vez que paso delante de ella, me pone la zancadilla y, claro,  tropiezo con todo, de hecho, la lámpara ha ido a parar al suelo y me he soltado un “viaje” en la  cadera con el pico de la mesa, de tal manera que la plancha, cuando ya la tenía preparada,  ha ido a parar al suelo,  con lo poco que me gusta planchar… ¡De los nervios! No ha hecho más que empezar el día y ya estoy de los nervios.



Cantar en la ducha. Futura music

Llego al trabajo, y no sé si es pronto o tarde porque yo nunca he tenido horarios, ni sé tampoco qué  decirle a mi jefe, aunque, bien pensado, qué le voy a decir si yo nunca he tenido un jefe… Y cuando he dejado mis cosas sobre la mesa, me he bajado hasta el bar de la esquina a tomarme un café. Ha sido pisar la calle y veo que tengo una multa en el parabrisas del coche por no poner el ticket. Me acerco hasta la parte delantera del coche para coger la hoja y ver la cuantía (a sabiendas de que no la voy a pagar y vendrá con recargo), y se me ha caído el móvil en la acera… Al inclinarme para recogerlo, también se me han caído las gafas y, sin darme cuenta, como no veía tres en un burro, he pasado por encima de ellas… A medida que transcurren los minutos, los inconvenientes se van multiplicando con un sinfín de situaciones desafortunadas. Tengo la impresión de estar en una secuencia de “Jo, ¡qué noche!”, la película de Scorsese, pero que en vez de  transcurrir la trama de noche, aquí, de momento, sucede a la luz del día, y a cada paso, a cada respiración, comienzo a ahogarme ante la adversidad, y el rictus, por no decir el morro, se me va torciendo, va saliendo el malhumor, y voy empezando  a reconocer que, cuando dicen de salir mal las cosas…, van y salen.

El tema de “los miércoles”, en general, suele empezar ya muy de mañana, nada más levantarme, incluso antes de saltar de la cama como si fuese un tarzán cualquiera (no hace falta ser Johnny Weissmüller). De pronto, sin un por qué razonable, comienzo a discutir con mi señora, que pasa, en esos instantes,  a ser “mi mujer”, es decir,  una madama de aquí te espero, pues a esas horas ya  llevamos enfadados desde que finalizó el ¡Mamma mía! que  cantó en la ducha. Sí, sí, más de media hora con el ¡Mamma mía! bajo la alcachofa en vez de tararear, un suponer, unos cinco minutillos de Cantando bajo la lluvia... Pues no.  Y la chica que todos los miércoles juega a ser “la otra”, se transforma en una remilgada señora,  siendo la misma, la mismísima, ella, la sosia, la colegui..., cosa que se puede comprobar con tan solo mirar   la foto que hay en el aparador de nuestra boda, ¡y esa la misma!, eso sí,  en pijama, porque los miércoles no se quita el pijama ni para ir de compras, con los calcetines puestos, el pelo mojado y recogido en un moño como si fuera un nido de pájaros, y de cuyo cuerpo  no sale el sex appeal ni a tiros, a pesar de los ojos tan azules y tan bonitos que tiene. Lo que oyen...


Maquiavelo: vida y obra


Ha sido tomarme el café y, al salir del bar, me he quedado mirando el coche y he decidido no cogerlo. Y, como aún tengo que hacer unos cuantos recados, he decidio irme  en transporte público.

Me he metido en el Metro y pa qué las prisas, un furor que con los tiempos se ha multiplicado. Y a la tercera estación, por una avería eléctrica, hemos tenido que cambiar de vagón, cuando quienes tendríamos que cambiar en realidad somos nosotros. Después hemos bajado  del convoy, subido a otro..., entre voces, gritos, correrías por los andenes… Cuánto ruido, y no de sables, algo que ya tuvimos (la verdad es que hemos tenido de  tóoo, incluidas las "paperas"), cuánto  escándalo, el habitat perfecto para que la locura invada todos los ámbitos de la vida, desordenando a  las masas humanas, los ríos…, facilitando que revienten también  las venas, que se inunden  los campos ante  la desmesura, que aparezca la saliva antes que las palabras por la comisura de los labios, y que la sangre chorree por las grietas de la humanidad como símbolo de la barbarie. Pero no pasa nada.  De Troya a Vietnam hasta hoy, donde seguimos padeciendo una realidad monstruosa, derivada de los caprichos personales de cuatro impresentables. La locura es  hija bastarda del poder. El rumbo lo marcan los cuatro locos que han desertado del manicomio. Decisiones individuales que siempre afectan negativamente a la colectividad. Si nos fijamos, el destino siempre está en manos de la perversidad más cruel, que da un espectáculo lamentable, también los miércoles.


Los horrores de la guerra. Pedro Pablo Rubens


Hoy se practica la guerra en nombre de la paz. Es de risa. Algo totalmente ridículo. Hasta ahí llega la debilidad humana. Y la hipocresía. El caso es mantener viva la locura de la guerra, que es el virus de la humanidad, por mucho que se quieran normalizar las cosas como si no estuviera pasando nada. La locura es un método como otro. No se trata de improvisar, sino de planificar para ganar, para humillar al contrario. Todo está medido al milímetro.  Maquiavelo lo entendía de una manera y Ariosto de otra, dos autores del humanismo renacentista. El primero, con La Mandrágora y El Príncipe;  el segundo, con Orlando Furioso, que nos describe, siguiendo a Ovidio, esa metáfora del tiempo:  “la tempestad siempre acaba en naufragio”.  Pero no naufraga  debido al viento o a los dioses, sino a los propios hechos de los hombres, que va describiendo: “es el silbato de órdenes,  aquellos que fijan el ancla, los que trabajan los cordajes, los que se posicionan allá en las escotas, los que sujetan el timón, los que afianzan la arboladura, la actuación del timonel…”. El símil puede valer para el momento actual. Por el contrario, lo que nos viene a decir Maquiavelo es que lo que hay que hacer “es simular la locura”, parecer demente para persuadir al adversario. Hay un momento en el que el cardenal de Rouen le dice a Maquiavelo que ”los italianos no entenden la guerra”. A lo que el autor de El Príncipe le contesta: ”Y los franceses no entienden nada del Estado, porque si  hubieran entendido algo no hubieran dejado que la Iglesia se hiciera con el poder”.  Como él mismo afirma “la historia es una ciencia que nos habla de nosotros mismos”. Este mundo solo se merece como respuesta el silencio, un mundo que se mueve dentro de la realidad y “donde reina el interés, la ambición, la simulación y los caprichos”, un mundo que huele a podrido y por donde se pasea el perfume del horror.

 

 

 

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