LOS SONIDOS DE LA INFANCIA



Tienda de telas de Felipe Brizuela. Casas Ibáñez. 1952


En estas horas de la mañana, por las rendijas de las puertas se cuelan los sonidos de la infancia, de los niños jugando en la fina arena que había esparcida en la terraza del Casino, mientras nuestros padres, confiados, nos dejaban solos, entraban a la verbena que había en el patio  y se ponían a bailar al compás de Esperanza, un cha, cha, cha, de Antonio Machín. El baile enlazaba la música con los cuerpos, entre los que se filtraba la seducción, que duraba unos minutos. Los niños, tirados por el suelo, jugábamos con las chapas de cerveza, de limonadas, de tónica y cholet, que eran unos batidos de chocolate o  vainilla. Y así pasábamos la tarde  hasta que llegaba la hora de cenar.


Mis padres, Carmen y Miguel 

En la cena, la música continuaba, ya que, como para mí era todo un suplicio comerme  unos trozos de jamón y pan, mi madre decidió hacer de aquello un juego en el que cada trocito de jamón, que iba montado sobre otro de pan, de buenas a primeras se convertía en un músico. Sólo tenía que imaginármelo. Me cené toda la banda de música. Siempre me gustaba empezar por el chico que tocaba los platillos; a continuación, el del bombo; el tercero, el del  fliscorno… Y así hasta que le daba a mis padres un beso y me iba a dormir, custodiado por el Ángel de la Guarda, que venía a ser un espíritu celeste algo afeminado y con malas pulgas, que estaba colgado en un cuadro en el que había un aljibe, muy próximo a la figura de escayola  de la Virgen.


Mujeres en la cocina

Veo a mi madre en la cocina y a mi padre sonriendo en la puerta de la tienda de comestibles,  en aquellas tiendas que olían a papel de estraza, a carburo, a una energía caliente distribuida por las estanterías que llegaba hasta la rama de plátanos, que colgaba del techo, y del vino a granel que redimía a los pobres de solemnidad,  como a Los Pichillas, dos albañiles, hermanos,  que, al salir del tajo, venían a beber “de fiado” y pagaban los viernes. O La Sacas, una señora alcoholizaba y maloliente, que, al marcharse, nos obligaba a  rociar el establecimiento con colonia barata para que se disipase aquel olor nauseabundo.  Recuerdos en si bemol, el recuerdo de  mi padres, que ya no están, esa imagen de ambos que se proyecta ahora mismo sobre mi corazón. Me acuerdo de ellos muy a menudo. No pasa lo mismo con aquella lista interminable de los reyes visigodos que había que aprenderse de memoria, o con el evangelio de los sábados… En estos casos, todo es muy vago… Alarico, Recesvinto, Chindasvinto, Wamba…, y Rodrigo. Treinta y cinco reyes.   Y también recuerdo la ropa de los domingos, con aquella corbata de goma que se estiraba y me daba en las narices. Y a mi tía Maruja vestida de manola en aquella España de misa y mantilla.



Trillando en la era


Abro las puertas de mi casa y aparece un afluente de imágenes de cada una de las cosas que ponen la guinda a la existencia y le dan un sentido. Por ejemplo, la jaula de grillos que hizo mi abuelo Celín, que era herrero,  y en la que yo metía cucarachas y les ponía el dedo índice entre los barrotes cuando se acercaban a olisquear. A cada bicho le ponía un nombre. Siendo ya mayor, me enteré que Puyi, el último emperador de China y sobre cuya biografía Bertolucci rodó El último emperador, también tuvo  una jaula de grillos en su infancia. Al final de sus días, terminó de jardinero. Pero la reliquia, por así decirlo, es un  lebrillo de arcilla que mi madre le compró a un cantarero que venía de una alfarería de Medina Sidonia. Aquel hombre llegaba al pueblo con un carro lleno de vasijas, metidas entre paja y papeles arrugados. A continuación, engalanaba al burro con unos correajes muy vistosos, le colocaba unas alforjas tipo serón y las llenaba de cántaros, tazones, pucheros, cazuelas, “jarronas”…  Iba por la calle pregonando la arcilla.  El lebrillo igual se utilizaba para una cosa que para otra, pero el recuerdo más grato que tengo es  cuando  mi madre lo usaba para hacer las magdalenas, ya que antaño, cuando llegaban las fiestas, las mujeres iban a las panaderías y a las tahonas a hacer de horno: tortafinas rellenas de cabello de ángel, suspiros, mantecados… “Pásame el coco rallado y no pongas tanta harina… Además, primero hay que pesarla… ¿Cuántos huevos has puesto…? “, ésas eran algunas de las frases  que se oían antes de que llegara el momento cumbre, que era cuando en aquel lebrillo, con doce claras y un batidor de varillas, se conseguía “el punto de nieve”. Para chuparse los dedos.  

 

 

 

 

 

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2 Comentarios

  1. Buenísimo!
    te cenaste toda la banda de música jajaja, por eso cantas de maravilla…

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    1. Me encantan tus escritos Celin

      Crustobal

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