Tengo un amigo pintor, y gran dibujante, entre otras cosas, que dice que de una novela mía se pueden sacar tres libros de poesía. Y yo le digo que lo que sucede es que él escribe pintando y yo pinto escribiendo. Uno escribe o pinta cosas; somos creadores de cosas, de todo aquello que viene de la imaginación, y no de la memoria; de dentro a fuera. O sea, El Barroco, Quevedo, la luz del XVII o la luz de lo cotidiano. La memoria es mucho más mecánica.
Lo importante es la forma, el cómo lo contamos; el fondo nos sirve para iniciar el camino, para saber de dónde partir. Una vez en marcha, me atrevería a decir que, por mucha estructura que tengamos a mano, a menudo no sabemos dónde ni cuándo terminaremos el relato. Me parece bien lo de organizarse, pero teniendo claro que siempre hay que dar rienda suelta a la improvisación, una vez que el concepto está adquirido. Dice Pilar Reyes, directora de la editorial Alfaguara, refiriéndose a Javier Marías, que “si tenía un primer párrafo, tenía una novela”.
La forma no es el adjetivo, es decir, llenar de adjetivos caprichosos e insólitos el relato echando mano del Julio Casares, ese diccionario analógico, organizado por campos semánticos, que ya nos descubriera Julio Cortázar en aquella mítica obra de 1963, Rayuela, para después, con ese “tesoro”, dar a entender que el texto repleto de “flores” es más brillante, también más culto… , cuando sabemos de sobra que ese hábito no es más que un derroche patético de pedantería, por no decir que es un acto de terrorismo estético.
No es lo mismo escribir mal que querer identificarse con el pueblo. El que escribe mal no lo hace intencionadamente para que lo entiendan los pobres, sino porque no le da más la pluma. Hay gente que la literatura le quema entre las manos.
Para escribir, me gusta comenzar en una libreta de papel de arroz con goma e ir anotando en ella. Me gusta ese gerundio: anotando… En un rabioso presente. Primero, vuelta y vuelta, como si cocinásemos. Luego, a fuego lento. Siempre he pensado que la literatura tiene algo o mucho que ver con la cocina. Después, para rematar el plato, o la novela, paso al ordenador (antaño me ponía directamente a la máquina Andina en la que mi tío Pepe me enseñó a teclear o a introducir sin mirar en los textos los caracteres alfanuméricos, algo que ahora, para mí, sería imposible de mantener en el momento de ponerme escribir, ya que el ritmo es otro bien distinto). Para que coincidan la velocidad, la mente y las manos, y todo vaya al compás, tengo que escribir con el dedo índice y el corazón de cada mano. Esa es la cadencia perfecta. Con los diez dedos… La mente no crea a tanta velocidad. Y además se interrumpe la
magia. Rápido escriben los que no tienen nada que contar.
La forma, las formas…. O las formas de la forma. “A mí me gustan las cosas sin formas, como las tinieblas”, dice un escultor, amigo de lo inacabado, de lo “non finito”… Mirado fríamente, algunos podrían pensar que estamos hablando de la más pura coquetería. Nada más lejos. Hablamos de adornar la inteligencia, el talento…, de disponerlo sobre el papel, de tal modo que, perfilada y dispuesta la figura, o la frase, llegue más fácil al lector y establezca un idilio con él, un placer continuado.
No sucede lo mismo con la burocracia, que sigue paralizando la democracia y ahogando al humilde. La Justicia se engalana y se viste de fiesta. Medallones, collares, togas… Condecoraciones, placas, birretes… No creo que sea necesario emperifollar a quienes practican la justicia. Es suficiente con que ésta sea justa. No hay que falsificar las cosas. La vida cotidiana es muy sencilla. El boato no pega con la realidad, porque entonces es un mundo vestido de gala juzgando a otro desnudo. A nuestra sociedad le falta aún aprobar unas cuantas asignaturas. Y no tienen nada que ver con el susodicho diccionario analógico.
1 Comentarios
Bien
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