EL PUENTE

 

EDEN,  LP de Everthing but the girl


Los fines de semana se han convertido en acueductos que no transportan agua sino seres humanos en busca de un paraíso que no existe. De la Zeca a la Meca preguntando dónde hay  un edén, que en realidad viene a ser el título de un LP del dúo inglés Everything but the girl, que escuchábamos allá por 1982 en el pub Rainbow, mientras jugábamos al futbolín y el “joint” se apagaba entre los labios.


La baraja española

Noviembre atraviesa la realidad con su misticismo y repleto de dudas. La realidad está muy lejos de ser transparente. Un rey visigodo les echa un órdago a los barones y, al abandonar la partida,  en uno de los pasillos, se cruza con una sota de bastos, rebelde y respondona. La baraja española, tan recurrente. La vida transcurre siguiendo un modelo. Las noticias traen la lucha entre cartagineses y romanos, que siempre llevan en los hombros colgado un ave rapaz, por si les hace falta gente. La Historia sigue siendo un batiburrillo contado por cuatro intelectuales, al margen de cuanto acontece. Nos llama el trabajo. La mañana en un ¡ay!, el ring de los relojes… La repetición de los momentos… Terminamos de desayunar de pie y salimos corriendo, montados sobre los minutos como si fueran caballos desbocados que atraviesan la ciudad de  punta a punta.


La ley de la calle. Francis Ford Coppola


La calle trae la crónica diaria en cuartillas sin encuadernar. Aquí lo que se recoge es el bullicio alegre de los días, la mala uva y las conversaciones, y la carcajada, tan necesaria para soportar los momentos difíciles. Los barrios y su crónica, donde la gente fumaba para quitarse el hambre y cuatro aficionados a la filatelia ejercían las influencias, por aquello de mirar las cosas con lupa. Del “arroz caldoso” de Casa Manolo, en Argüelles (calle de La Princesa), donde entrabas a comer a las tres de la tarde y salías a las tres de la noche, comido, cenado y meado, a las cocheras de los Talleres Centrales del Metro en Canillejas, lugar al que llevaron el tranvía 477, que cubría el trayecto de Serrano a la Puerta del Sol y que taparon con una lona para que no chirriara más por los carriles. La extensa y lejana periferia, que solo existe en las estadísticas, donde muchas generaciones de chicos se malograron por las malas compañías, las drogas y el tufo del dióxido de carbono de las cocheras. Y de ahí a la realidad de Vallecas, a la Ley de la calle, el barrio de las casas bajas que fue saliendo del barro, Palomeras y el Pozo del Tío Raimundo, de la chabola al casco histórico de La Villa y Corte, con el alma y la camiseta atravesada por un rayo, símbolo del fervor al equipo de fútbol del Puente, entre obreros y curas rojos, curtidos en mil batallas, caminando por la avenida de La Albufera, hasta que emergemos por la boca del Metro en el Barrio de Salamanca, junto al mercado de La Paz, modernismo de hierro del XIX, y reservamos unas latas de caviar en La Boulette para que nos las acerquen a la fiesta los de Glovo.

Las bandas vallecanas de Doña Carlota

 Las poltronas y el “party” y una hoguera de vanidades en una terraza en las alturas, con la imagen de la ciudad al fondo y los cubitos bailando entre “dos aguas” o entre dos ginebras diferentes y una rodajita de pepino, y la corbata muy apretada a la nuez no vaya a ser que le dé por salir a la ignorancia y nos deje temblando ante los asistentes, sobre todo ante las féminas, que han venido a cazar algún “cerebrito”, que es como le llaman las pijas a los hombres brillantes, que son como el átomo: no se pueden romper. Y ésa es la tela que arde o la lírica de estos tiempos. Pero si nos trasladamos de barrio, cambia la solemnidad y aparecen los pandilleros, el padre Piquer, el Sebas, cuatro maletillas, y dos boxeadores cegados por el polvo de la heroína… Valdeacederas, La Ventilla, o la Ciudad Deportiva del Real Madrid, camino del Barrio del Pilar. Y entonces se multiplican las bandas y las navajas: cachorros de la violencia destinados al fracaso, a pisar la cárcel, que intentan subir los 39 escalones que llevan al cielo, sin que jamás lleguen a conseguirlo. Resignados, quedan en la parada del bus, por detrás de cuya marquesina aparece el Camelias acompañado por el Jarabo, ambos con bolsas llenas de jerséis Shetland, las camisas Zarauz, tan retro, y un puñado de gafas Ray-Ban. Más tarde se suman a la cita Antonio el Cojo, el Vinagre y los hermanos Ulloa. Estos tres últimos, vienen de San Aquilino de asaltar un taller a punta de pistola, con la policía pisándoles los talones. La parada es como un hormiguero. Al otro lado de la acera, junto al semáforo y el paso de peatones, a punto de cruzar, están un par de macarras, el Porki y el Pingui, y sus respectivas, cuatro meretrices…, la Toñi, Miryam, Estefanía y la Roge, a las que, mientras cruzan, las desprecian con el piropo obsceno, la blasfemia siempre en la punta de la lengua, más la otra punta, la de la bota, con la puntera de hierro, más las tachuelas plateadas, y la hebilla del cinturón, el látigo contra los chismosos y los delatores, porque las cucarachas huelen el peligro, y la muerte, siempre tan cercana, y entonces se ponen a improvisar, y les entran las prisas para rodear la manzana y huir. Pero la ciudad, esta ciudad, no es otra que esa pelirroja de pecas que acoge a los canallas, y a los sentimentales, y a las viudas, y a cuantos aparentan una cierta dignidad, a todos, porque todos hemos sido convocados aquí en una misma respiración sin que nadie haga un gesto de extrañeza.

La esperanza es la única que puede albergar la grandeza de cada uno de nuestros sueños y la que nos ayuda a existir.

 

La Esperanza. Escultura de Donatello


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