LA CITA DE HOY

 

La lectura
 

Decía William Nocholson “que leemos para saber que no estamos solos”.

La lectura como medio de encuentro, la misma que nos hace compañía, que nos aconseja y a la que acudimos en horas perdidas para refugiarnos, temerosos de lo desconocido. La palabra, el fuego, la chispa… Todo eso está en los libros porque  en ellos  guardamos la verdad,  en esa prosa que nos acompaña cada mañana, la que nos trae mil vidas metidas en unas cuantas hojas…, cientos de personajes, mundos que viven en un papel, que nos llaman, y que nos enganchan en cuanto nos topamos con ellos. A medida que nos adentramos en la lectura y los vamos descubriendo..., de paso, nos descubrimos a nosotros también.

El texto enciende la mecha de nuestra imaginación y va haciendo metáforas, una manera de imitar a la naturaleza (pensemos en una mariposa acercándose a una flor…). La novela, por ejemplo, con sus  héroes, sus ambientes y sus memorias, convertidas a menudo en sagas; la poesía, con su oro y su música, y donde cabe hasta lo imposible. Con el libro ya abierto, nos ponemos a leer. De pronto, aparecen las emociones.

La lectura es un río de palabras que queman y discurren calle abajo como la lava hasta detenerse junto a un árbol, y ahí, una vez que la historia ha sido contada, absorbida, interiorizada…, termina.  Es el momento más íntimo de la literatura, ése que se mete dentro de nosotros con la intención de quedarse a vivir para siempre. Sublime. La pasión por las palabras no tiene definición, porque, de tenerla, sería un sentimiento. Leemos por abrazar la certidumbre de que no estamos solos y sobre todo por rebelarnos contra la indiferencia, que es lo que hacemos cuando dejamos de asombrarnos por todo lo que ocurre a nuestro alrededor.



Libros antiguos. Biblioteca Preston College


Emociones que nos hablan cuando nos sumergimos en la lectura, en ese océano de  la infancia,  repleto de aventuras, de  grandes secretos,  de la búsqueda de nuevos caminos… Paso a paso, llegamos al siguiente capítulo, tan conmovedor.  Continuamos leyendo. Lo hacemos solos, en silencio…, sin tiempo, sin imperativos..., hasta convertir cada libro en un mundo  de  colores, de   sonidos… Y eso es magia. Y  a  medida que avanzamos, seguimos escuchando a su autor entre el olor de sus hojas, con sus citas milenarias, que a veces hacen que tengamos que volver a releer una frase, o a subrayar  una línea…  Durante  horas, el tiempo que dura la lectura, viajamos  en compañía de las palabras por las hojas del libro  que se asemejan a las alas que necesitaremos cuando echemos a volar como los pájaros, porque leyendo se vuela, y así hasta que nos convertimos en lectores adultos, momento en el que  no dejamos de dar vueltas alrededor  de la vida para que ésta no se detenga jamás.


El árbol de la lectura. El ojo de Horus

La literatura es un largo diálogo en el que nos mandamos cartas los unos a los otros, ya sea entre lectores y escritores, a través del tiempo. Cada vez que abrimos un libro, el verso, el mensaje, ese paraíso sin sombras…, viaja por encima de las nubes en un claro homenaje a la memoria, porque las palabras forman un árbol universal, que es de todos.

Cuando comencé a estudiar bachillerato, tenía una profesora de Dibujo, Ana Pilar Descalzo, que a su vez ejercía de bibliotecaria. Siguiendo sus recomendaciones, empecé a pasarme todas las tardes por la biblioteca, situada en la calle Pascual Faura. Desde el principio, en los primeros días, aunque estaba entre la pubertad y la adolescencia, comprendí que lo que albergaba aquel edificio en su planta inferior no era sólo una biblioteca sino toda una bocanada de aire fresco: unos aprendiendo de otros, de los libros, de la música, del teatro… Aquello era una cadena infinita, difícil de romper. En aquel lugar había tantas ilusiones como individuos.  Todas juntas formaban una Biblioteca de Babel, titulo análogo al de un cuento que escribió Jorge Luis Borges en 1941, que se publicó junto a otros cuentos en una especie de antología con el nombre de El jardín de senderos que se bifurcan y más tarde en la obra Ficciones. El autor argentino venía a proponer una biblioteca incalculable por la que deambula el hombre, quizás en homenaje a la Biblioteca de Alejandría, monumento al conocimiento de la antigüedad que alimentó durante siglos los sueños del mundo ilustrado. En esa genialidad de Borges cada estante tiene treinta y dos libros; cada libro cuatrocientas diez páginas; cada página cuarenta renglones; cada renglón ochenta símbolos; y cada símbolo veinticinco variantes: veintidós letras de un alfabeto, el punto, la coma y el espacio. Independientemente de la cita, ese  relato no lo leí hasta que cumplí los 23.

¿Cuánta agua lleva un río de lectura?

Los años de mi adolescencia, eran años difíciles; de silencios rotos;  de la incoherencia ética y el autoritarismo en nuestras casas; del Mayo del 68; de Martin Luther King y  Malcolm X hablándoles a  los negros  y bailando con ellos; el festival de rock de Woodstock; las dictaduras militares de Latinoamérica; la guerra del Vietnam; y, entre otras cosas, los años en los que tuvo lugar el Concilio del Vaticano II. La época de los grandes discursos y de la generación ye-yé. El proceso de muerte de lo viejo se alargaba tanto en el tiempo que no le dejaba nacer a lo nuevo.

Son trozos de las historias que siempre llevo en el bolsillo. Un día estaba yo ojeando un libro porque Alonso me había dicho que era muy bueno.  Cuando tuve en mi mano Cien años de soledad, hacía ya casi tres años que se había publicado y, a decir verdad,  no supe qué hacer con él,  aparte de pasarle la mano por el lomo y leerme dos páginas, de las cuales entendí poco, pues aquel realismo mágico no era fácil de digerir, acostumbrado a una prosa más ibérica. Cuando iba a dejar el libro en el hueco de la estantería, escuché tras de mí: “Espera, espera…”. Al girarme,  allí estaba don José Almendros, toda una sorpresa,  un maestro de las escuelas nacionales (porque también había escuelas parroquiales), dándome indicaciones para que no dejara el libro en el estante. Cogió aquel ejemplar único, comenzó a mirarlo… Sacó la ficha, que era una cartulina amarilla, y… todavía no se lo había llevado nadie.  En todo el municipio,  no había ni un solo lector  que se hubiera atrevido a hincarle el diente a la prosa hispanoamericana del  boom, iniciada por el mismo Borges, Carpentier, Benedetti, y Rulfo. La ficha de uno de los libros más vendidos de todos los tiempos, estaba vacía. Y me preguntó: ¿Te lo vas a llevar?”.  Le dije “no”, moviendo la cabeza. Y añadió: “Pues me lo llevo yo”. Y salió con el libro puesto, como suele decirse.

Biblioteca de Alejandría

Cosas de la vida, años después, quizás ocho o nueve años después, siendo yo un estudiante de cuarto de Derecho, entre Almendros y yo había fraguado una cierta amistad por cuestiones cinéfilas y otras vainas. Un día de tantos, enterado de que yo había aprobado un examen de Derecho Procesal que llevaba pendiente y que se me había atragantado,  en la media hora que había de recreo, se fue hasta su casa y regresó con un bloque de revistas bajo el brazo de Dirigido por… todas encuadernadas, desde el primer número, cuya portada estaba dedicada al cineasta estadounidense Stanley Kubrick, hasta la número 20, y me lo regaló. Una semana después, me hizo otro de esos obsequios inolvidables: un libro sobre directores de cine italianos, que pasaba del esteticismo al fascismo hasta llegar al neorrealismo. Unos y otros, todos juntos: católicos, comunistas y homosexuales. Una reliquia de libro y una delicia de imágenes, de ese cine que bajó a la calle, a los tugurios y a las estaciones, y que filmó al proletariado con coraje y respeto, y con una gran riqueza expresiva. Desde aquí, gracias, mil gracias, Almendros: don José.

(Y aunque no venga a cuento, como paréntesis, añadir que, si tuviera que salvar un libro de la quema de todos los escritos por Gabriel García Márquez, salvaría El otoño del patriarca).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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1 Comentarios

  1. “La pasión por las palabras no tiene definición, porque, de tenerla, sería un sentimiento”…
    ¡Impresionante!, ¡Cuánto talento!
    Gracias por hacer que cada día, tengamos un instante de placer.

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