Freud, en su obra El yo y el ello, ya nos traía el nuevo modelo del aparato mental, bases que se podían rastrear leyendo el Proyecto de una psicología para neurólogos (1895), un estudio que suponía un cambio y que tenía su precedente en la teoría pulsional (Más allá del principio del placer, 1920), en la que se diferenciaban dos tipos de pulsiones: la vida o Eros; la muerte o Tanatos.
El rostro perfecto no existe por
mucho que la mirada se empeñe en buscar la belleza. La culpa quizás la tenga el
concepto de la divina proporción o sección áurea, una
medida que obsesionó a los grandes genios de la humanidad, como Leonardo da
Vinci , y que se basaba en una fórmula matemática que consistía en “buscar dos
segmentos tales como el cociente entre el segmento mayor y el menor, y que este
cociente fuese igual a la división entre la suma de estos dos, más el segmento
mayor”. El resultado que daba no era otro que el número áureo =1,618033988749,
cifra que está presente en la naturaleza, bien sea en la forma en la que crecen
los árboles o en las conchas de las caracolas del mar, por lo que no debería de
extrañarnos que esa lógica actúe también en nosotros.
En muchas culturas la máscara fue un
signo de amor y de magia, que venía a definir el misticismo que unía a los
pueblos, fortalecidos por el espíritu que envolvía a la máscara, con la que los
seres humanos sintieron que eran capaces de todo, incluso de hablar con las
estrellas.
Dentro de la máscara siempre hay un
mensaje, porque una máscara no es parte de la termoplástica, sino una manera de
comunicarnos con lo invisible, que ejerce un control sobre nuestro rostro y lo
oculta para protegerlo, evitando que sea condenado al anonimato, a la
clandestinidad, incluso a los momentos más subversivos (pensemos en el Ku
Klux Klan). Máscaras que conspiran, objetos masónicos, capirotes de
enmascarados … Lo cierto es que a menudo olvidamos que nuestro rostro y
nuestras arrugas tienen mucho que ver con el paso del tiempo.
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Louis XIV de Francia |
En un principio, su esencia era meramente teatral. En
el momento en el que un actor se colocaba la máscara, recibía un impulso que le
obligaba a obedecer las imposiciones que dictaminaba el texto de la obra. Había
momentos que, ese objeto inanimado, gracias a la personalidad del actor,
incluso cobraba vida. La máscara y el actor se necesitaban. La máscara
teatral iba directa al objetivo, que no era otro que transformar al ser
humano para que se conectase con otra realidad, porque…, ¿Qué es si no el
teatro?
Desde su origen, muchos teóricos estaban convencidos de que la máscara sólo funcionaría en el teatro y no en la pantalla, pues las dos dimensiones de la pantalla no le ayudarían a entrar en ese mundo mágico donde surgen la carcajada y el llanto para despertar al espectador. Nada más lejos. Corría el siglo XVII y Luis XIV, apodado el Rey Sol, icono del absolutismo y conocido por sus riquezas, pidió un regalo especial. ¿Qué se le podía regalar a un hombre que tenía todo? ¡Una máscara! El Rey se la puso y comenzó a hacer muecas. Éste sería el primer ejemplo que vendría a invalidar la tesis de aquellos teóricos; el segundo. no sería otro que el rodaje de La máscara (The Mask), la película dirigida por Chuck Russell en 1994, una adaptación del cómic creado por Mike Richardson, interpretada por Jim Carrey en el papel de Stanley Ipkiss, un hombre que se encuentra una máscara con la que puede manipular la realidad.
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Máscara de Tutankamón |
La película se desarrolla
en la ciudad de Edge City y gira alrededor de la vida de dos hombres: uno es
Stanley Ipkiss (Jim Carrey), un torpe y tímido empleado de banco que es
mangoneado y humillado por su jefe, su casera… Sus únicos amigos son su perro
Milo y su compañero Charlie Schumacher (Richard Jeni). El otro es Dorian Tyrell
(Peter Green), un hampón que posee el club Coco Bongo. La vida de
estos dos hombres se cruza cuando Tyrell envía a su novia, Tina Carlyle
(Cameron Díaz), al banco donde trabaja Stanley para fotografiar la caja fuerte
con una cámara oculta. Stanley queda totalmente prendado de la belleza de Tina
y ella también demuestra cierto interés por Stanley.
A esto se resume lo único
bueno que le pasó a Stanley ese día, a lo que sumar el encuentro de
una misteriosa máscara de madera flotando en el puerto de la ciudad, agarrada a
lo que parece un cadáver, que después resulta ser un montón de basura flotante.
Una vez recuperada, Stanley se la lleva a su casa.
En el momento en el
que éste se pone la máscara, saca su lado oculto y se convierte en
un travieso y alocado superhéroe con los poderes de los dibujos animados, que
en realidad son los poderes de Loki, el dios nórdico cuyos poderes están encerrados
en la máscara. Y Stanley utiliza esos mismos poderes para vengarse
de los que le maltrataron. A la mañana siguiente Stanley, en un
arrebato, tira la máscara por la ventana, pero, sorprendentemente,
por un efecto boomerang, ésta vuelve a su apartamento.
La máscara, o el otro yo,
ese doble con el que pasamos la vida y a quien realmente no conocemos. Detrás
de la careta nos encontramos con el exaltado, el sombrío, el individualista, el
entusiasta, el desafiador… Versiones que se pueden cambiar por unos cuantos
vocablos: la ira, la envidia, la avaricia, la gula, la pereza, la
vanidad… A menudo, la máscara es el estado puro de
nuestra sombra, que emerge como un fantasma y se apodera de nuestra
inteligencia. Luego, huye de la realidad, como todo sueño. La máscara es esa
amante que nos deja vivir en la ignorancia para tejer
una irrealidad con la que dominarnos. Sólo seremos
libres el día que decidamos tirar la máscara al suelo. La máscara va de la mano
de la historia; y la careta con el subconsciente.
Ambas dejan abandonada a la conciencia, que es un
proceso.
Durante nuestra
existencia, todas jugaron su papel: La máscara de Tutakahmón, la máscara del
adiós o el adiós a las máscaras...
Suena el timbre, la
función ha acabado, se encienden las luces... Es el momento de
vernos las caras. También cuando la farsa deja de tener sentido, sí,
porque, al final, la máscara cae, y deja al descubierto la codicia y la
hipocresía, y a nosotros desnudos, temblando, tal y como vinimos a este mundo.
La máscara es ese atadijo que nos quitamos cada día al echar a andar o al usar
la palabra para expresarnos. La máscara es la trampa que nos hace prisioneros
de las apariencias.
1 Comentarios
Bien
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