El AJETREO DE LA MAÑANA

 

Los quioscos

 

A media mañana, se impone salir para hacer unos cuantos recados. Procuro no olvidar las llaves de mi casa. Muchas veces salgo a por cosas que no necesito. El consumo es como un orgasmo interminable. La mañana me lleva de recados, anotados en una hoja de la libreta donde escribo mis ocurrencias, que es para lo único que uso el bolígrafo. La niebla matutina trae la actualidad, que entra en todos los barrios sin pena ni gloria, porque los ciudadanos tienen otras prioridades y muchas incertidumbres, y no están para ponerse a leer los tabloides, que siempre van más allá del bien y del mal. En estos tiempos, los periódicos  solo nos sirven para liar el bocadillo que llevamos al trabajo, puesto que en el papel satinado se mantiene mucho mejor el pan que en el "albal", en esas láminas de aluminio que parecen sacadas del fuselaje de un ovni.

 Pisamos la calle como pisamos el futuro. La inercia nos remite a las aceras, por donde vamos de procesión: a cambiar una bombilla, a la farmacia…, de comercio en comercio y sin saludar a nadie, pensando que todos están equivocados menos nosotros, incapaces de salirnos del sistema convocando una huelga general, dando ejemplo, y quemando la ambición de la minoría en los contenedores de basura. Pero no. Primero está el miedo. Luego las circunstancias de cada uno. Después la paga… “Déjelo usted…”, decimos, “… tengo prisa…”. En seguida nos entra el agobio y la asfixia. Lo que viene a continuación es otra cola para comprar el Albuterol, dado que no tenemos una cebolla a mano con la que recuperarnos de ese ahogo repentino. Mientras nos despachan, nos sentimos falsos, traidores, y nos repetimos una y otra vez la frase mitinera de toda la vida: “Les hemos fallado a los jornaleros, a la gente del campo”. Entretanto, mirando por mirar, vemos cómo el señor de al lado se ajusta los tirantes para que no se le caigan los pantalones de las rebajas. Lo miro; nos miramos. Cada uno a la suyo, es decir, en la cola, impertérritos, desconcertados con tanta promesa, y sintiéndonos torpes, muy torpes con tanta pastilla: la del colesterol, el Ibuprofeno, un paracetamol en la punta de la lengua contra cualquier dolorcillo, las cápsulas de la hipertensión arterial… Y casi todas, o muchas de ellas, seguramente que ya las tomamos por el efecto placebo, ayudados por un traguito de agua, y no de wiski, por aquello de que el wiski es una bebida muy ambiciosa.


Chocolatería de San Ginés


Nada más salir de la farmacia entonamos un “mea culpa”, verdadero y limpio, dejando al descubierto a ese pobre hombre que va con nosotros con el que conversamos dándole la razón casi siempre en todo, incluida la redacción engañosa de nuestro currículo o la estadística de nuestro compromiso con la sociedad. Así pasamos muchos de los días que nos quedan, envueltos en la mentira, que nos mancha, que nos recuerda que no somos inocentes. También que incumplimos la Constitución, que para eso está, para incumplirla, sin importarnos demasiado si el 6 de diciembre se celebra el Día de la Carta Magna o es fiesta porque así lo impone un decreto gubernamental, porque últimamente se gobierna mucho por decreto. Pero llegan las doce de la mañana y, en ese momento, se hace el silencio. Es la hora de los inoportunos, de los “olvidados” del Buñuel de Calanda, de los ángeles de las calles, que ya no creen ni rezan en uno de aquellos oratorios con una hornacina exterior, sino que están pendientes de tener algo para comer, de cómo salir adelante, arrinconados por la letra y el espíritu y el derecho a decidir de lo que se votó en aquel referéndum tras el proceso constituyente llevado a cabo en los comedores de los bares, entre “saca el güisqui, Cheli” y un cigarrillo de marca nacional, a lo que sumar aquel motorista del Estado Mayor del Ejército que llegó “in extremis” con  unos artículos para que, con urgencia, y con indicación expresa del Palacio de La Zarzuela, fuesen introducidos en el texto definitivo. Eso fue lo que se votó. Y aquellos, los olvidados, volvieron a quedarse fuera de la Historia. Ya lo dijo el Conde de Romanones: “Ustedes hagan la ley, que yo haré el reglamento”.


El Conde de Romanones

La vida se pone a calentar en la calle, que es una olla a presión, ya se cocinen verduras o lentejas. La cuchara va y viene por toda la ciudad como aquel motorista del Ejército que traía dos artículos urgentes para meterlos en la Constitución. El hambre tiene sus recorridos. Y los que van de exposiciones, los suyos. Y nunca coinciden. Los de la manduca no pueden estar de vigilia todo el año, como los del arte. El que va a una exposición, antes de salir de su casa, si así lo desea, puede comerse la fruta que hay en el bodegón. Con eso puede aguantar unas horas. Pero los muertos de hambre no están para bromas, ni para bodegones, y no perdonan una: es ponerles la escudilla hasta arriba o un cuenco de sopa del cocido y no queda ni un solo fideo paseándose por el cuenco.

 El pueblo sigue sentándose en el suelo mientras las ramas de los árboles hacen de paraguas. Huele a estofado. Sale el humo de las cocinas, que se mezcla con la lluvia, intermitente. Los días componen un abanico de tonos grises. Las obras en la calle Don Ramón de la Cruz no cesan. Llevan meses levantando el asfalto, tapando alcantarillas…, quizás andan poniendo patas arriba los siglos. En el escaparate de la mantequería La Hispana hay un lote de cecina ahumada de León, que, además de quitar el frío, se deja acompañar por un buen vino tinto. Ese sabor al humo y a la sal, tan especial, siempre nos deja de buen humor. El vino, en la taberna de costumbre, “Don Ramón”, con pocas mesas y mucha barra. La copa de vino viene volando y se posa en la barra. Es entrar el tinto, morder el cacho de cecina… Instintivamente, y no hay un porqué razonado, o sí…, primero acoplamos con maestría el trasero en el taburete y a continuación cruzamos las piernas, algo que parece tan sencillo pero que no lo es, ya que hay que procurar que no suba en exceso el ancho de la parte inferior de la pierna del pantalón con tal de que no se vean las canillas o el cuello de los calcetines. Acomodados como si fuésemos el último rey de la república, volvemos a reír. Mientras tomo el aperitivo, dado que no conozco a nadie, coqueteo con la sombra que hace lámpara de la barra sobre la madera, pensando que es Elisa: sus manos interminables, el cuerpo generoso, su boca exquisita…  Cuando llevo ya un buen rato jugueteando, convencido de que estoy prisionero de un hechizo, me he dicho: “O dejas a la dichosa sombra o no te vas a terminar la cecina en toda la mañana”.


Taberna de Don Ramón

 He pagado, he salido de la taberna y me he apoyado en la esquina, al final de la calle, pensativo, en silencio, y sin dejar de mirar al suelo, porque de siempre intuí que las esquinas daban mucho juego a los enamorados, y yo lo estaba. Era la hora de comer en un barrio de señoritos, pero yo ya me había saciado con ese producto tan magnífico, traído de León. Mis manos necesitaban hacer encajes de bolillos con el cuerpo gallego de  Elisa y no me valía cualquier cosa. Necesitaba soldarme a ella, anclarme a ese mar Cantábrico femenino hasta sudar una fiebre  torera y republicana, y besarla como mandan los cánones, porque ella me saca el genio, y la frase, y me inunda de lujuria, al mediodía, con el amor como respuesta en una ciudad llena de ruido, llena de encanto y de vida.


Turandont. Metropolitan Opera

Aquel momento era hermoso. Los coches pasaban a todo trapo por la avenida de Francisco Silvela y yo no los veía. Cuando las manecillas de mi reloj alcanzaban las tres, comenzó a llover  a cántaros. La tarde, en minutos, se convirtió en un aguacero, pero ni me inmuté. Me quedé inmóvil en aquella esquina de Don Ramón de la Cruz con Francisco Silvela. Sobre todo, porque no quería que se rompiese el hechizo, que es lo que suele suceder cuando uno esquiva el momento. La gente corría de un lado a otro intentando resguardarse del aguacero. Yo, por mi parte, seguía atento a la partitura, como cualquier director de orquesta, esperando a que llegara  la soprano, tan maravillosa, y ella se pusiera dramática mientras yo la acompañaba a la gloria moviendo mis manos delante de su rostro, de sus labios, por donde salía la voz, la música,   y el amor convertido en una ópera, Turandont, de Giacomo Puccini, aunque el texto en realidad lo estaba escribiendo la lluvia.


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3 Comentarios

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  2. Me encanta ese día que relata la lluvia. La cecina, la sombra de la lámpara, la esquina, soldarte a Elisa y anclarte.
    No pongo más que al final resaltaría todo el texto
    ¡Muy bueno!

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