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Noviembre dulce (2001) |
El título del relato de
hoy hace referencia a una bonita película del 2001, dirigida por
Pat O´Connor, un poco pastel, con unos guapos
protagonistas: Charlize Theron y Keanu Reeves. Sin embargo, el texto que viene
a continuación quizás esté muy lejos de aquella sinopsis y no digamos del
argumento o del desarrollo de la
trama. Así que, sin más preámbulos, vayamos
al lío.
Ha vuelto el frío y las sábanas de coralina. Las farmacias venden crema de cacao para los labios y las paqueterías guantes y gorros de lana, mientras la gente sigue durmiendo en la calle. La vecina me trae la receta de un guiso y un ladrón ha hurtado una cartera en la entrada del Metro de Callao y se ha llevado un chasco de aquí te espero al ver que el botín se reducía al carné de identidad. Y es que hay personas que solo llevan la cartera para identificarse. El dinero lo tienen en una caja fuerte y, cuando tienen que pagar el bono del bus, abren la caja fuerte.
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Kilómetro Cero |
Son días para ir al
teatro y leer a los maestros. Además, viene bien algo de intimidad mientras
repasamos unas cuantas lecciones de juventud. Con las horas, el tintero se va
llenando de recuerdos. Y cuando optamos por salir, nos mimetizamos con esos
tonos grises de la ciudad. Eso sí, procurando no chocar con nadie, porque en
estos días cada avenida es un río de gente, que va y viene, sin tener clara la
meta o el destino. También es un mes de encender el fuego y sacar la mantita que solemos echarnos por encima de las rodillas cuando leemos. La literatura nos ayuda a entrar en calor.
Luego, con las palabras, hacemos una hoguera. Y con la infancia una fuente en
la que beber. Por eso y otras cuestiones, no tengo muchas ganas de salir y
desplazarme hasta el centro de la ciudad, que es una de las cosas que más me
entusiasma. Sobre todo en estos días en los que la luna se pone muy operística
y suele iluminarme como si fuera el único invitado a la fiesta, y me recibe con
honores en medio de la Plaza Mayor, en pijama, sin antifaz, y abre las puertas
de los cafés y de las bodegas, que es donde se mete la alegría de vivir y no
sale hasta que cierran. Es lo que tienen estos meses, que traen desde “El País
de las Mil Maravillas” unas cuantas toneladas de encanto y, cuando se pasa el
efecto, la mañana se hace larga, la tarde corta, y la noche muy negra. Por el
contrario, en estos días, mientras dura
el aura de la fantasía, pasas a un bar, te acoplas en la barra y hasta un
desconocido te puede invitar a vermú, bien porque ese caballero anónimo está
celebrando su divorcio y no tiene con quién brindar o porque está celebrando
que le ha tocado un decimo de la ONCE, o de la DOCE, que es una cosa que no
existe pero que toca, porque la suerte muchas veces es poner algo de fe. Vete tú a saber… Y cualquier actor se puede
quitar la máscara delante de tus narices y te puedes beber con él hasta una
destilería, y ponerte sentimental, que es lo que nos pide el cuerpo cuando
avanzamos por la calle entre la bruma y el gentío, solos, huérfanos…, haciendo
la ruta del llanero solitario, al que nadie ve y todo el mundo ignora, mientras
caminamos a solas con el niño que fuimos, entre nanas y la voz materna, con la
vida a nuestras espaldas agrietándose, haciéndose pedazos por momentos, pero
sin desfallecer, erguidos y tarareando una bellísima canción, de esas canciones
que tienen más música que letra, y así, sin darnos cuenta, llegamos al “Kilómetro
Cero” de la Puerta del Sol, que es donde se detiene la gente a hacerle una foto
a un ladrillo y donde, según sostienen algunos, empieza verdaderamente España,
obviando a Don Pelayo y a los que
aseguran que España arranca en Asturias, con dos cojones. Un montón de
opiniones a pie de calle o de foto, entre empujones y encuadres imposibles, y
un “por favor, quítate que no veo”, o “quítame esas penas…”, que también sirve,
sin sitio para todos , dado que somos herederos de un país cuya historia ha
viajado en la mochila que llevaba en la espalda José Antonio Labordeta y que terminaron de escribir en un camping en las afueras.
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Givenchy |
Noviembre es el mes
donde empieza la apuesta sentimental del
comercio. Del neón al luminoso, pero sin mediar palabra, porque todo atraco se
hace en silencio. Cuando nos queremos dar cuenta, la paga extra ya ha volado de
nuestros bolsillos. Es el “sexo sin placer”. La publicidad pone la mirada
irónica de estos días, echándole piropos al personal, más un chispazo de
perfume en el cuello. El olor crea la confusión y juega al escondite con
nuestras convicciones, mandándolas a freír gárgaras para que el consumo tenga
vía libre a la hora de adueñarse de las conciencias. En esto se parece mucho a
la glosa, que suele intervenir en el mensaje creando un espacio afectivo sin
necesidad de que aquel que lo recibe se interpele. En suma, un mundo de
vencedores que se conocieron en el patio del colegio a la hora del recreo. Y
mientras se fuman un puro o esquían en Baqueira Beret, dejan puesta la caña de
pescar con la nostalgia como cebo el anzuelo, y ya solo queda esperar. El resto
lo hace la noche. Y el viento que baja de La Sierra, que es el guardián de las
historias, de lo que sucedió, de los secretos más escondidos en la memoria, y
de aquel niño que se atrevió a subir hasta las montañas y comenzó a hablarle al viento, que ahora regresa desde su guarida
para llevarse la tristeza y ventilar la ciudad, el viento que pasa cerca de la
conciencia y de los barrotes de mi ventana, con su melodía, y me va despertando.
Y es dar la luz del cuarto de baño y en seguida aparece lo femenino que se mete entre la espuma de afeitar. Y coquetea con el espejo
y con mi mirada. Es una suerte asomarse a la “ventanilla” del otro y verlo
feliz. El lápiz pinta el ojo y el peine doblega el cabello hacia un lado, sin
raya, no vaya a ser que me confundan con un militar recién levantado. La mañana
sigue dibujándonos en el espejo. La mitad para cada uno. A veces se cuela algún
brazo, o un destello del foco que hay encima, incluso en últimas interviene el
secador, que se lleva mis canas hacia el lado contrario… Parecemos un
matrimonio de época, sin papeles, sin botones que abrochar, en ropa interior,
mostrando los encajes de la lencería y el azul azulísimo de mi bóxer, la misma
imagen que a medianoche antes de meternos en la cama pero ya perfumados,
oliendo a príncipes y a doncellas, contagiándonos de compañerismo y de amor, y
dispuestos a perdernos por la ciudad nada más terminar de desayunar para seguir
escuchando el aullido del viento y perdernos entre esa vieja estética de todos
los tiempos, tan gótica, que igual va desde un “cyber goth” de Balenciaga que
un “look” con tintes de Gyvenchy, gotas fascinantes en la moda y en el
ambiente, que se va poniendo entre grisáceo y “gore”, ya que el viento no cesa de
agrupar a las nubes como si fuera a caer la de dios. Así que le dejaremos caer, ya que igual lo que
traen las nubes son sueños. ¿ Por qué no… ?
2 Comentarios
Bien
ResponderEliminar¡Me encanta!
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