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Andréi Tarkovsky |
El
cine nos ayuda a mirar y penetrar en el campo de batalla del nihilismo.
Durante
el deshielo en la URSS, tras la muerte de Stalin, la vida pública y política se
liberalizó, lo que hizo posible que la gente del cine pudiera expresarse
creativamente. Así apareció toda una serie de directores, agrupados en lo que
vino en llamarse la Nueva Ola Soviética,
cuyos integrantes se graduaron en el Instituto de Cinematografía Guerásimov
(VGIK), la primera escuela de cine del mundo. Tarkovsky no sólo fue su
representante más famoso, sino también el más extraordinario. Creó su propio
estilo visual y una persistente búsqueda religiosa y moral de una manera
original. Como dice su biografía, lo hizo “esculpiendo
el tiempo”.
En
1978 ya era considerado unánimemente uno de los cineastas más importantes del
mundo gracias a filmes como La infancia
de Iván (1962), Andreu Rublev (1969) o Solaris (1972), una posición más que
envidiable, ya que llevaba años padeciendo los obstáculos del régimen comunista de su país. Toda la vida
del director fue una lucha contra la censura. Sus guiones fueron prohibidos y
su obra revisada en multitud de ocasiones, cuando no olvidada en las
estanterías. A lo largo de su carrera de más de 20 años en la Unión Soviética,
sólo dirigió seis largometrajes. Finalmente, se exilió y consiguió rodar Nostalgia (1983) y Sacrificio (1986), premiada con cuatro premios en el Festival de
Cannes, pero curiosamente no logró la Palma de Oro. Pero los funcionarios no
podían ignorar su talento y, tras el éxito de La infancia de Iván, le permitieron rodar Andréi Rublev (1966), una cinta sobre el gran pintor de iconos ruso
medieval, una película costosa y con oscuras perspectivas comerciales. Con 30
años se hizo mundialmente famoso, cuando ganó el León de Oro del Festival de
Venecia con La infancia de Iván (1962). Este premio, irónicamente, sigue siendo el más destacado de su vida ya
que los funcionarios soviéticos impidieron que sus películas volvieran a
participar en festivales. Había nacido en Zavrahze en 1932 y murió el 29 de
diciembre de 1986 en París de un cáncer de pulmón a la edad de 54 años.
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El espejo (1975) |
El
periodista finlandés Risto Mäenpää llegó a entrevistarlo cuando el realizador
preparaba Stalker, una película de
ciencia ficción que actuaba como metáfora sobre las cuestiones morales que
afectan al ser humano. Pues bien, durante años, esa entrevista, permaneció
inédita, hasta que fue rescatada de la televisión finlandesa. Para él, hacer cine era una obligación moral. Pensaba
que los cineastas que no tenían una actitud moral o una perspectiva estética no
tenían derecho a llamarse artistas. Su diario estaba lleno de comentarios
despectivos sobre el trabajo de algunos directores, soviéticos e
internacionales, donde había nombres como el de Stanley Kubrick o Woody Allen.
No dudó en decir muchas cosas en persona. Cuando Lars von Trier, fan de
Tarkovski, le mostró su película El
elemento del crimen, el director
soviético la calificó de “mierda total”, sin
hacer ni tan siquiera una mueca.
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La infancia de Iván |
En una
entrevista con Naum Abramov en 1970, Andrei Tarkovsky describió el cine como
“una forma de arte que sólo un pequeño número de directores habían llegado a
dominar, los cuales se podían contar con los dedos de una mano”. Su particular
lenguaje nació, sin duda, de los filmes que le gustaban. El mismo llegó a
afirmar: ꟷ” Si
uno tiene la necesidad de compararme con alguien debería ser con Dovzhenko” Fue
el primer director para quien la atmósfera que se debía crear debía ser
importante. De hecho, para el rodaje de El
espejo (1975), Tarkovski sembró un campo de trigo sarraceno con el que
recrear las memorias de su infancia e imitar, de algún modo, los paisajes del
cine de Dovzhenko. El resultado fue una de las secuencias más famosas de la
película, una amalgama perfecta de la memoria y de los sueños. También habría
que apuntar aquí L´Atalante de Jean Vigo y sus influencias en la
construcciones de espacios. Por otro lado, en esas influencias, podríamos citar
Diario de un crimen (1951) de Robert
Bresson, sobre todo porque Tarkovski admiraba enormemente el compromiso de
Bresson con el realismo. Además ambos tenían en común, como tema recurrente, la
teología cristiana, la angustia…, así como los sacrificios sufridos por las
personas que viven en un mundo materialista. Sin olvidarnos, claro está, de Nazarín (1959) de Luis Buñuel, al que
describe como el portavoz de la conciencia poética. Por último nos quedaría Trono de sangre (1957) de Kurosawa, y no
porque fuera realmente seguidor ferviente de esa película, cuya trama (decía)
había sido copiada de Shakespeare y tratada de una manera superficial, sino por
lo que suponía la obra del cineasta japonés en su conjunto. A pesar de ello, en
ese filme que aseguraba no gustarle, había una secuencia que le sorprendió muchísimo y que no es otra que ésa
en la que el ejército de Washizu se pierde en la niebla. Kurosawa ahí utiliza
un árbol memorable para transmitir desorientación. La vista recurrente de este
mismo árbol deja claro que los jinetes habían estado dando vueltas en círculo y
alababa la habilidad del maestro japonés para articular la confusión a través
de los movimientos de cámara y la puesta en escena, sin necesidad de diálogos,
que era lo que a Tarkovski le gustaba.
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Cena de Stalker |
El cineasta ruso nunca rodó novelas sino poesías visuales. Sus filmes son lentos, pausados, reflexivos, atentos a la belleza del encuadre, porque para él un elemento crucial eran los espacios naturales: ꟷ”El cine es una extensión de nuestros sueños”, llegó a afirmar. Por eso tenía un manejo magistral del espacio y del tiempo. El cine, como la música, debía destilar el espíritu de la vida, porque la belleza no estaba en el objeto en sí, sino en la obsesión que despertaba en el espectador. No hacían falta diálogos para explicar algo. El silencio siempre tenía más poder que las palabras. Para él la vida era una colección de momentos fugaces y lo importante era llegar a capturarlos. Sus temas eran el amor y el sacrificio. Y añadía: ꟷ”Las ideas poderosas están en nuestro bolsillo”. Sólo hay que tener la luz para poder contarlas, porque la luz es el alma del cine. Así se expresaba este cineasta donde convergían multitud de voces, pensamientos que nadie se atrevía a convocar, que se encontraban en su interior, como también se encontraba el misticismo, la iconografía religiosa, la sensualidad pagana, la sabiduría trágica… Tarkovsky representa un complejo viaje a la naturaleza de la imagen y el sonido, un juego para atrapar el tiempo y devolverlo en imágenes insólitas. Ése y no otro es Tarkovski: sueños que se rompen y nos llevan a otro sueño, situando su obra dentro del alma rusa y lejos del mundo moderno, porque para él una película tiene que ser emocional y no racional. Se ha dicho que Tarkovski introduce personajes ambiguos y no sin razón. Y esto se debe a que su cine es un canto a esos seres que no logran adaptarse de una manera pragmática a la existencia. Es ahí donde su cine está llamado a mirar y penetrar: el campo de batalla del nihilismo. Cuando llega a Italia hacia 1982 para rodar Nostalgia, tiene una profunda decepción de Occidente: ꟷ”¿Para qué quieren la libertad? ¿Para comprarse un par de zapatos cada semana?”. Nunca volverá a Rusia pero vivirá profundamente el recuerdo de su patria, esa patria holderliniana construida en la lengua, en el sueño, en las imágenes imborrables del agua, en la presencia lumínica de los elementos y los seres extraños. Hay películas que tienen mucha carga autobiográfica. Pensemos en El espejo, que es un mosaico de todo cuanto ha vivido. O Andrei Rublev, que es una obra plena y con una deslumbrante belleza formal. También Solaris. Cine incómodo, que no está para educar o prestar un servicio social. Y es que a menudo Andrei Tarkovsky es presentado como un artista plástico, un maestro del espacio. De hecho fue su padre quien le dijo: ꟷ”Lo que tú haces no son películas”. Y esto se debía a que su cine cuidaba todos los elementos como si de un lienzo se tratara, decantándose más por el naturalismo poético que por el simbolismo. El ruso consideraba el cine como una obra de arte total. Sus maestros, además de los ya citados, eran Tólstoi, Bach, Leonardo… O Bergman… No es de extrañar que se empeñara en trascender y hacer un manantial de espiritualidad. Y no se limitó a citar obras en sus filmes, sino que más bien mantuvo diálogos profundos con ellas, especialmente con las del Renacimiento, que le inspiraron decisivamente: Los cuatro jinetes del apocalipsis, de Albrecht Dürer; Los cazadores en la nieve, de Pieter Brueghel el Viejo; Leonardo da Vinci, Juan el Bautista, Jan van Eyck… O por qué no citar, por ejemplo, La Madonna del parto, de Piero della Francesca…. Como dijo Mikhail Romadin, a la sazón director artístico de Solaris, “en cada una de las películas de Tarkovsky hay una pintura que expresa la idea de toda ella”. La secuencia final de Solaris, con el cosmonauta arrodillado frente a su padre, en ella se puede vislumbrar perfectamente El retorno del hijo pródigo de Rembrandt. Otro ejemplo: para trabajar la puesta en escena de Solaris, Tarkovsky y su equipo se inspiraron en la obra del pintor renacentista Vittore Carpaccio. ¿Qué le interesa en realidad al cineasta ruso de este pintor? Pues que ninguno de los personajes parece interactuar entre con los demás o con el escenario. Todos están encerrados en sí mismos. O sea que volvemos de nuevo al tiempo y al espacio. A la no comunicación.
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Stalker (1979) |
Gracias
a Andrei Tarkovsky la cinematografía soviética pudo alzarse como una de las
mejores del mundo y evitar una cartelera adocenada como la de nuestros días. Su discurso resulta totalmente incomprensible
para los que van al cine a pasar un buen rato o a merendar. Tarkovsky no podía vivir en Rusia ni en el
exilio. En Italia buscó su camino junto al fotógrafo Giuseppe Lanci, a quien
retrataba en ruinas ancestrales, casi apocalípticas, mientras buscaban
localizaciones para la película Nostalgia.
Y no solamente localizaciones, sino luz, esa que Lanci había sabido
conseguir para Marco Bellocchio y los hermanos Taviani. Ahora debía de
procurarlas para el cineasta ruso. Él quería seguir observando. Decía que “nos
habíamos olvidado de observar”.
Afortunadamente, Tarkovsky sigue entre
nosotros.
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Andréi Rublev (1966) |
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