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Paseo con árboles nevado |
Días antes de que llegue la ola de frío, ya lo están anunciando a bombo y platillo para que, cuando lleguen esas bajas temperaturas que se pronostican, nos coja en nuestras casas consumiendo lo que sea. Que haga frío en invierno es lo normal, pero, de ese fenómeno, se hace un programa de televisión ,otro de radio y, a través de las ondas y las parabólicas, se va creando una alarma disuasoria para que , esa serpiente, la gélida ola, recorra la península de arriba abajo y nos obligue a quedarnos en nuestro paraíso doméstico, dándole la espalda a nuestras expectativas y a la luna, lo que hace que se nos vayan quitando las ganas de volver a ser niños y jugar con la nieve..., o sobre la nieve, sobre la blancura de la vida, que es como el detergente, asistiendo a esa ceremonia tan maravillosa bajo la que, en un par de meses, se multiplicará la vida, hará que aumente el caudal de los arroyos..., la flora comenzará a seducir a las abejas, la fauna andará de correrías y cuidando sus camadas, porque la primavera volverá a preñar la vida, incluidos los cerezos, sin necesidad de pasarse por los grandes almacenes. Así que estoy deseando que llegue la ola de frío y que me pille en plena calle y en mangas de camisa, recibiendo como se merece al reino del agua, recibiendo al viento a porta gayola, y al final flambear los resultados encendiendo el fuego como si flambleáramos una crema catalana, que siempre tiene ese color especial, entre anaranjado y dramático, propio del caramelo, ya que la luz borra toda elegía, toda alarma, y todas las mentiras. Quizás nuestros meteorólogos, cuando se refieren a “la ola de frío” se quieran referir al témpano, a esa gran masa de hielo en la que se ha convertido la sociedad, de la que sólo conocemos, si acaso, la superficie. A diario, la rebeldía, la libertad…, se dan de bruces contra ese magma de hielo, como si fueran maquetas de aquel Titanic legendario, atrevido y solitario, el mayor barco de pasajeros del mundo que naufragó en las aguas del océano Atlántico durante la noche del 14 y la madrugada del 15 de abril de 1912, mientras realizaba su viaje inaugural desde Southampton a Nueva York.
Vuela un chicle a cámara lenta, captado por una Slow Motion de 10000 fps, y cae sobre la acera como una bomba, residuo de nuestra ansiedad y del bruxismo, que nos ha servido para rumiar durante unos minutos el presente y que después escupimos como lo haría un camaleón con la punta de su viscosa lengua para sembrar las aceras de goma, donde se detendrán nuestros pasos y encallarán nuestros zapatos. Tiramos el presente donde sea, al suelo, porque el futuro es una mole de hielo de la que no sabemos nada. Hemos dejado de acogernos a un sueño y de creer en nuestro interior. El presente es una goma de mascar, que tiramos al suelo para que la limpien otros. Y el futuro una máquina que hace cubitos para los cubalibres de la noche.
Hay que volver a la mina, al interior, y sacar el carbón con las manos, sacar la riqueza que nos queda con la que iluminar la vida, escarbar dentro del ser humano y, con ello, seducir a la luna para que no nos siga dando la espalda. Hay que volver al hombre y dejar el dinero a un lado. El chicle es la desidia, el símbolo de lo superfluo, la goma que nos convierte en muñecos diabólicos y no en niños que juegan sobre la nieve recién caída.
1 Comentarios
¡Magistral!
ResponderEliminarQué manera tan especial de contar la vida de la naturaleza, esa que el ser humano destruye y no valora.
“Hemos dejado de acogernos a un sueño y de creer en nuestro interior”
¡Impresionante frase!
Tú, sí que te mereces una ola
¡Brindemos por la ceremonia del frío!