LAS CUATRO ESQUINAS

 

Esquina de la calle Jaén (Arenas del Rey. Granada). 
Autor: Juan Monserrat Vergés. 1884
 

Doblar una esquina es recorrer un largo camino. A la vuelta nos encontramos con  otra calle con otro nombre, una fachada diferente, un cielo con un  color más afortunado y, con suerte, si no viene nadie,  de alguna manera evitamos el encontronazo. Las esquinas escriben la historia que no acostumbra a recoger la columna diaria de los rotativos.  De joven,  era el lugar donde siempre me encontraba  con Pascual, el cartero. Y allí, sin movernos del sitio,  nos poníamos a hablar de lo que fuera, una charla que solía  terminar en risas y en un “hasta luego”. Mientras hablábamos, unas veces pasaba Enriqueta con un cesto de magdalenas, cuando venía del horno,  y nos daba los buenos días. Al rato, sin previo aviso, aparecía Fermín  con una barra de pan bajo el brazo y daba un rodeo alrededor de nosotros para no embestirnos, dadas sus prisas.   Sin detenerse,  hacía un saludo marcial, ya que hizo la mili en la Legión  y proseguía su camino (por cierto, durante los 14 meses, a los que restar dos meses en el CIR nº 17 de Almería, fue el encargado de cuidar la cabra, que en realidad era un macho cabrío de aquí te espero...).  En esos instantes, en el ambiente, se quedaba colgado ese  olor irresistible al pan recién sacado del horno.

Esquina de la calle Santa Ana

Las esquinas son destinos imprevisibles, cruces de caminos, donde los carros, al girar a toda mecha,  se subían a la acera, como el de mi tío Pedro aquella mañana de vendimia. Presto, le dio  dos voces a la Capitana, que una mula muy decidida, le tiró varias veces del ramal como si tirara del tiempo y el carro giró perfectamente sin llegar a chocar contra la pared.   Se marchaba el cartero y yo me quedaba allí solo dándole vueltas a la cabeza porque, al echar a andar Pascual, me había venido una idea nueva a la mente sobre un tema en el que  había estado pensando toda la noche, sin éxito, y ahora,  como un flash, esa historia volvía a meterse entre  mis sesos para que pudiera continuar con el relato que estaba escribiendo. Las esquinas siempre nos sorprenden o nos ayudan a descubrir lo desconocido. Y algo parecido sucede con las viviendas que hacen esquina: tienen dos visiones distintas de la vida, ya que suelen dar a dos calles.  Vivir en uno de esos pisos proporciona una idea diferente de las cosas: una habitación da, por ejemplo, a la calle San Jorge y, la otra, a la calle Antonio Faquineto. La misma construcción tiene aceras distintas y  vecinos diferentes… Es como tener dos nacionalidades  en una misma ciudad o pueblo.

Doblar una esquina es muy parecido a encontrarse con la página en blanco de la mañana, que nos espera, impaciente. Es girar y todo cambia: el viento sopla fuerte, como si quisiera echarme de allí, obligándome a que me dé media vuelta y desista. Pero yo insisto, me hago el héroe, porque nada se ha escrito de los cobardes,  y  voy y lo reto, como reto a la lluvia, que también cae, y me salpica desde la copa del árbol  que hay a unos metros. Me estoy empapando, pero me siento bien, me siento feliz, por no dudar, por saber superar esos momentos de tensión. Y eso se lo debo a las esquinas, que a veces nos traen un mundo nuevo, cuando no otro aliento, otra verdad.


Las cuatro esquinas de Doña Mencía (Córdoba).
3 calles y cuatro esquinas: calle Bendición, calle Granada y calle Colón

Es doblar la esquina y aparecen los recuerdos:  veo a  Pepe con su tractor y el remolque repleto de  sacos de almendra, que hay que pelar a mano. Y a su mujer, Encarnita, ofreciéndonos a los críos que jugábamos en la calle bollos  de mosto para que le ayudásemos durante un par de horas a quitarle la cáscara a la almendra Marcona, que por aquel entonces se pagaba muy bien.  Y también aparece en esos recuerdos Claudia, la madre de Pepe, siempre vigilante, apoyada en el quicio de la puerta de entrada a la posada, recibiendo a los huéspedes y a los  viajantes que trabajaban  por los comercios de la zona vendiendo sus productos, ya fueran mercancías para las mantequerías, productos de paquetería, o visitando  almacenes y sederías. Una de ellas, Sederías Garpe,  tenía unos mostradores de madera larguísimos y muy elegantes. Claudia, la posadera,   sabía escuchar como nadie. Una vez llegaron a la posada unos zangolotinos. Dieron unos golpes en la puerta, diciendo: -“Abra que semos estudiantes”. Y Claudia, sin quitar el pestillo, desde dentro, les contestó: -¿Estudiantes y semos… ?”. Era un señora muy filósofa. Y grande. Y tierna. Nunca perdía la compostura.

Algunas noches, los chicos poníamos en la esquina un hilo negro sujetado por un par de piedras y, cuando  venía de la lechería Margarita, tropezaba y derramaba la leche por el suelo. Luego, juntábamos todas las monedas que teníamos, le pedíamos perdón e intentábamos pagarle los litros de leche derramada, además de hacer  todo lo posible porque se le pasara  el enfado  cuanto antes.  Siempre nos delataba la farola que había en aquella esquina. Una de las veces, Margarita vio la cara de Federico… y ahí adivinó quiénes éramos los otros componentes de la pandilla. No le dijo nada a nuestros padres. No hacían falta ni las palabras. Un gesto, una mirada…, y sobraba. Por eso dejamos de hacer ese tipo de bromas. Aquella esquina nos hizo ser sensatos. Con el tiempo, cuando pasaba por allí Margarita, le ayudábamos a llevar las botellas de leche hasta su casa. Y siempre tenía unos caramelillos de menta para nosotros, como propina. Era una señora espléndida. Aún recuerdo su moño anudado en la nuca, su porte al andar, sus buenas maneras y su entretenida charla a lo largo del recorrido hasta que llegábamos a su casa.

Las esquinas…, el reino de los vendedores del Cuponazo, de los fumadores y de los rufianes del "timo de la estampita" en aquella versión dirigida por Pedro Lazaga de 1959, "Los tamprosos", con un Tony Leblanc descomunal, Laura Valenzuela y Concha Velasco, entre otros.  Diálogos mordientes y graciosos, entre la cárcel de Carbanchel y la picaresca española, tan recurrente, con un guion firmado por José Luis Dibildos, Rafael Azcona, Luis García Berlanga Edgar Neville y Mihura, y una trama  por la que no circula gente decente, salvo las señoras, que eran unas santas.

 En Turuelos había un cruce con cuatro esquinas donde a diario se paraba Paco el Pregonero a echar su pregón. Tocaba la turuta y… “De orden del señor alcalde, se hace saber…”. Paisajes humanos y paisajes con cuatro calles y…, claro está, con cuatro esquinas, y girases por donde girases siempre  te encontrabas  con Paco Clavel, el de Iznatoraf (Jaén), el creador del  guarry-pop y el cutreLux, cantante de La Movida que afirmaba que Carolina de Mónaco se había enamorado de él.   En las esquinas te encuentras con Paco, con Pedro y con Pablo, las tres “P”, y  también con un mundo diferente, y con el pecado laico, y con el lucero de la noche que obliga a tu pupila a que reaccione y se meta de lleno en la novela, porque había quienes se ponían a leer en la farola de la esquina aquellas novelitas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía. Era una forma de que no gastar luz en sus casas. Y si te paras en toda la esquina,  la gente suele mirarte de otro modo. La esquinas nos hacen diferentes y los vecinos miran con descaro al que no se comporta como ellos.   

999Paco Clavel (Iznatoraf, Jaén)

La esquina, el vértice, donde me lleno de amor y de frío, donde me termino la manzana y me como la bolsa de pipas mientras veo desfilar a todo un pueblo que trae un crepúsculo de tristeza, incapaz de echarse el mundo por montera o de sonreír. La sociedad desnuda, sin zapatos, que pasa de lejos para no detenerse en las esquinas, pero que sí acostumbra a detenerse  ante la imaginería religiosa. La vida en la esquina, la primera pregunta, la meretriz y el vagabundo, nosotros, y el soneto que suena como no suena en ningún otro lado. Detenerse en una esquina es detenerse en nuestro tiempo interior.

  

 

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