SE TERMINA EL AÑO



La adoración de los Reyes (Rubens)


Lunes. 23 de diciembre de 2024. Y mañana, Navidad. El frío hace que se rechace de plano cualquier intención de salir, el mismo que intimida al sol. Ahora mismo, no hay ni un alma por la calle. Los vecinos están recluidos en sus hogares, esperando que llegue el nuevo año, en tanto se toman las pastillas que les ha recetado el médico, con la ayuda de un poleo-menta o de una manzanilla. Agua caliente, pero agua a fin de cuentas. El caso es redimirse, aunque sea ante uno mismo.

Lo de salir también tiene mucho que ver con los precios, que están por las nubes, distraídas con lo del cambio climático, por lo que les cuesta ponerse a hacer una orgía cuando llega la Navidad, como antaño, que, en bastantes ocasiones, se podía ver cómo se juntaban todas y, en nada, comenzaba a nevar. Nevaba y con el horizonte se hacía una postal para enviarla por Correos y felicitar las fiestas. Pero ahora lo que cae es chantillí o roscones de plástico. Por eso estoy pensando en dejar la pluma de escribir y coger el corazón de viajar. Necesito el frío, la lluvia, los copos de nieve y la lumbre, ese fuego poderoso en el que asar un trozo de panceta sin miedo al colesterol y, de paso, asar también mis egos y a todos esos demonios que se han ido acumulando a lo largo de este año, cuyo número termina en “los dos patitos”, el mismo que vendían en la administración de lotería de mi barrio. La lotería, como dijo Raúl del Pozo, es un invento del Estado para engañar a gente sencilla. Y además ahora la anuncian por la tele, si bien, en esta casa, la televisión se define a sí misma en el rincón en el que está, sola y apagada, en un silencio sempiterno. La radio, por contra, no ha cambiado de lugar y continúa estando donde siempre había estado: colgada en la pared. Creo que no funciona. Quizás, con la llegada de la imagen a nuestras vidas, ha decidido hacer una huelga indefinida.
Tres días después de mi cumpleaños, el veintidós de noviembre (de nuevo los dos patios, el bueno y el feo), fue cuando, estando en la cocina mi hermano Juan y yo junto a mi padre, escuchamos el asesinato del presidente de los Estados Unidos, John F. Kenedy. Mi padre se echó las manos a la cabeza. Corría el año 1963. Ese día se abrieron las puertas de la eternidad, al igual que cuando murió César en Roma. Y ese día también supe que en la radio no sólo había seriales radiofónicos y partidos de fútbol, sino noticias importantes y estremecedoras. Y que ese poder de comunicación podría llevar a asustar al mundo, como se demostró en 1938 con la Guerra de los Mundos, o sea, con una invasión ficticia de marcianos en la Tierra, un programa diseñado y planificado por el genio de Orson Welles, que en el año 1943 se casó con Rita Hayworth, aunque el amor de su vida fue la mexicana Dolores del Río, y cuyas cenizas, las del director de Citizen Kane, descansan en paz en la finca de San Cayetano (cerca de Ronda), propiedad, en su día, de Antonio Ordoñez.
La naturaleza trae añoranzas y emerge de forma natural. El pueblo, como diría un sindicalista, respira a medio gas. La realidad cambia sin cesar a un ritmo vertiginoso. Se hace necesario buscar de nuevo la calidad humana, porque lo que va quedando son muchos personajes galdosianos moviéndose en un cenagal del que cuesta salir o moverse con tranquilidad. Y si quedamos para comer, allí mismo, nos volveremos a encontrar al sindicalista, que suele ser ese obrero lleno de soberbia y de doctrina, que acaba de meterse el gauchismo y la boina en la bandolera, y ha colgado el tahalí en la percha, cerca de la recepción, para que no se le vea el plumero y la mentira, que asoman por encima del jersey de cuello de cisne.
Al primer sorbo de un buen vino de garnacha, suena un fandango, lleno de melancolía y desgarro, como todo grito.

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