EL ÚLTIMO TREN

 

Locomotora a vapor



Aquella tarde, sobre las cinco y tras conocerse el bando del Estado Mayor, se dio por terminada la fiesta. Las gentes, presas del miedo, aturdidas o tal vez bañadas por el desconcierto, se fueron congregando en la plaza, frente al balcón del Ayuntamiento. Mientras el alguacil arriaba las banderas, el alcalde certificaba como ciertas las noticias difundidas por la radio (no se había llegado a un acuerdo tras la tregua y la guerra eran tan ineludible como inminente), e intentaba calmar los ánimos. Los rostros de resignación se adivinaban en algunas madres. Temían por la vida de sus hijos. En escasos minutos el jolgorio se había convertido en murmullos desalentadores. Los soldados,  recibidas ya las últimas consignas, iban poniendo en marcha los motores de los camiones, carros de combate, willies,  y sidecares, tal y como les había sido ordenado. Cada cual cumplía con su cometido. Y quienes no tenían ninguno asignado, se dedicaban a esperar acontecimientos con el alma en vilo.

 

Una vez que el sol dio paso al débil resplandor de las farolas, los niños comenzaron a encaramarse por los costados de las carrocerías de los vehículos, sobre cuyas cimas no cesaban de imitar en la penumbra de la noche a sus héroes de siempre. Y las muchachas, tal vez algo insensatas o enajenadas por el miedo, se acercaban hasta las ventanillas para solicitar de aquellos apuestos guerreros un botón de la chaqueta o del abrigo para guardarlo como simple fetiche, como recuerdo. Con el paso de los minutos y al compás de la música patria, todo iba quedando dispuesto para la fechoría, para  la eternidad. Y esto lo debieron de intuir mejor que nadie los corresponsales de prensa, ya que, de pronto, guiados por su olfato, en el intento de cazar o captar el instante, la noticia más fresca, una opinión, un..., un flash, lo que fuere, se desperdigaron como los plomos de un cartucho de escopeta: ya se colaban entre los vecinos, detenían a algún militar de alta graduación, se acodaban a  las puertas de la Casa Consistorial, se infiltraban en la cabalgata... De pronto, una bandada de pájaros formó una gigantesca sombra y el decorado empezó a oscurecerse de una forma alarmante como si se tratara de un eclipse o de varias patrullas de aviones enemigos. Pero no. Los pájaros hicieron unas eses y unos ochos en el cielo y se marcharon. Las gentes, ¡pluff!, resoplaron. Y entre sudores y rezos, como en una ceremonia, grabaron aquellos instantes en su memoria legendaria, antes de que fueran barnizados por el brillo de las estrellas. 

 

-Dame un  beso -dijo Néstor-.

-Prométeme que me escribirás y que vendrás... -dijo María-.- 

-Llegaré en el próximo tren: el primer tren.

-Te  quiero.

-Y yo

Guerra Civil española. Talavera de la Reina.

Si aquellas prisas pertenecían al adiós colectivo, estas palabras no eran más que el efímero e improvisado prólogo de una despedida, entre miradas y silencios, con el último bocado y el último beso, allí, en la interminable acera, conteniendo las lágrimas y la emoción, e intentando borrar el rancio resplandor de la distancia: Néstor partía hacia el frente de batalla y María, con la mano y el corazón   izados,  quedaba allí, en el pueblo, en la plaza, quieta como una esfinge, diciéndole ¡ve con Dios! a aquel muchacho, mientras los camiones salían enfilados hacia el horror y la locura.

Pasó cierto tiempo y, dado que la contienda bélica aún continuaba, aquel viejo proyecto de unir por ferrocarril el Sur con las costas de Levante seguía criando telarañas en algún cajón del Ministerio. Y el tren, aquel primer tren que tanto esperaba María y en el que vendría Néstor -tal y como había prometido-,  tampoco llegaba. Mas finalizó la guerra y, en lo tocante al ferrocarril, seguía sin haber una determinada voluntad. Por no haber, no había ni esperanzas. ¿El ferrocarril? Punto muerto. Y aquel soldado tampoco llegaba montado sobre un ómnibus ficticio porque hubo de quedarse en vanguardia atravesado por la metralla y la mala suerte. Por tanto, lo único que se mantenía en pie era una sincera promesa y un paisaje olvidado por la Historia, que se convirtió en un lugar de citas imposibles, de búsquedas,  de ilusiones..., y en el que María, con la mirada puesta en el horizonte, día tras día, año tras año, se sentó a esperar, rodeada de travesaños untados de brea, de girasoles y avenas que brotaban por doquier, de desolación, y del canto de las chicharras y la histeria colectiva de los grillos, que venían a sustituir al mítico silbido del tren, de su tren.

Fue allá por... En el año mil novecientos cincuenta y seis las obras comenzaron a un ritmo vertiginoso. Estaba previsto que la llegada del primer tranvía fuera para el año sesenta y cuatro, recién aparecida la primavera. Y sucedió según previsiones: en primavera, un dieciocho de abril, llegó a la estación la primera locomotora. Tras el tranvía, días después, llegaron otros: mercancías, correos, rápidos, directos, expresos... Prácticas, ensayos, comprobaciones... Tan sólo faltaba la inauguración. Se fijó una fecha: treinta y uno de agosto. Al acto serían invitados todos los vecinos y vendría el Rey. Sería de la mano del Rey.

Como en todas las inauguraciones, había algo de etiqueta. Estaban todos los niños de los colegios y había sido contratada para la ocasión una banda de música con tal de hacer aquello más triunfal. De las gentes del pueblo, muy pocos quedaron en sus casas. Llegaron el alcalde y el párroco, y una comitiva de burócratas, y personajes influyentes; llegaron hasta los impedidos. Todos iban engalanados. A decir verdad, todo estaba engalanado. También había vino: se bebía vino. No faltaba nada de lo típico, incluido el ruido y el alboroto, y la expectación, como si aquella ceremonia fuese a ser importante, muy importante. Por eso las taquillas llevaban abiertas ya más de una hora. Y otro tanto hacía que se habían colocado los gálibos. Y  que  a los objetos depositados en la consigna -donde dormitabanse les habían puesto las etiquetas en el cuello o en las asas. Los vecinos, que habían comenzado a llegar desde las primeras horas, a estas alturas de la mañana eran una multitud incontrolable que, dispersada por el andén y por los pasillos, zigzagueaba como un látigo indómito. Y ese constante trasiego de gentes no hacía más que crear problemas a los empleados de la estación, que se las veían y se las deseaban para poder dirigir aquellos carritos saturados de paquetes y de bolsas. Los carpinteros, con tanto tropel, tenían serias dificultades para terminar de recubrir la escalinata y una especie de plinto que se había levantado junto a las vías con una majestuosa alfombra de terciopelo rojo. Los tramoyistas no encontraban un hueco para las sillas ni para las plantas o los ramos de flores. Los quioscos no cesaban de atender colas y colas de niños que intentaban adquirir alguna que otra golosina. Y los mayores se hacinaban ante la expendeduría de tabacos, en los garitos de venta de regalos, en los despachos de la prensa... Todo era una cola, un bullicio rebosante de alegría, incluido el bar-restaurante.



Inauguración de la Estación de Canfranc


El tren estaba a punto de llegar, aunque con algo de retraso. Se anunció tres veces consecutivas por los altavoces. A lo lejos podían verse ya sus potentes focos encendidos. La gente se asomaba. María, de puntillas, también se asomó. Segundo a segundo crecía el nerviosismo y la nostalgia: las uñas iban una y otra vez a la boca, los dedos anillaban el cabello, los dientes apretaban los labios... Unos -los más chicosse mecían sobre la punta de los  zapatos  y otros -los miopesabrían sus ojos como búhos. María, acostumbrada a esperar durante tantos años a un soldado despojado de triunfalismos y que nunca llegó, se abrió paso entre aquella multitud y se acercó cuanto pudo. Un poco más, así, y otro poco..., un último esfuerzo y..., ¡ya está! Y se plantó frente a la escalinata. Estaba la primera. O en primera línea. Ahora y desde allí, antes de morir, de volver a izar la mano y el corazón, de que todo fuese tatuado por la legendaria memoria de las gentes, quería asistir  a una doble verdad o a un simulacro; quería ver a un rey o a un dios humano. El tren estaba muy cerca. María miraba atentamente las luces de la máquina. Tenía los ojos clavados en aquella pupilas del tren, que tanto se asemejaban a las de Néstor, el guerrero que se encontró con la metralla y la mala suerte, el que hizo la promesa más sincera del mundo diciendo que vendría en el próximo tren, el primer tren. El convoy llegaba. María seguía teniendo sus ojos anclados en las luces de la locomotora. Se echaron manos a los frenos. El tren se detuvo. Aquellos supuestos ojos estaban tan confines que cegaban el iris. El halo del resplandor creaba una atmósfera imaginaria, fabulosa. Al descender el Rey por las escalinatas rojas, María gritó:-“!Néstor!”.


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1 Comentarios

  1. Según se lee, parece que estás ahí mismo esperando ese último tren.
    Con qué elegancia lo cuentas…
    ¡Impresionante!!

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