Corría el año 1979 y yo era un estudiante de Derecho que pasaba la mayoría de las horas lectivas en las distintas clases (Historia del Español, Crítica Teatral…) de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Valencia. Un día, al salir, en la calle, en plena acera, había un “`puestecito” de libros, que venía a ser una simple tabla rectangular y un caballete, sobre la que había colocados unos cuantos libros que podían clasificarse entre “subversivos”, “cosas de rojos”, o libros prohibidos y difíciles de encontrar en las librerías convencionales. Mis ojos, se fueron directamente a dos libros o ensayos escritos por Andrés Sorel: “Miguel Hernández, poeta de la revolución” y “Yo, García Lorca”. Les eché un vistazo y los compré (tampoco es que hubiera mucho tiempo para ojear los libros, ya que, en una de ésas, bien podría aparecer de sopetón la “policía social” y trincarnos a todos con cualquier excusa).
Ambos me gustaron, pero el de Lorca, me atrapó como a un pajarillo y me convirtió en un aspirante a poeta. A partir de ahí, la poesía fue mi compañera durante muchas noches. Cuando terminaba de leer, el libro dormía en mi mesilla de noche, junto a un lapicero con el que subrayaba ideas, giros, frases… o con el que hacía algunas anotaciones en el libro. Alguna que otra vez, lo prestaba, aunque no era muy partidario de dejar los libros, porque un libro no es papel al peso ni un objeto para entretenerse o matar el aburrimiento y, de paso, matar también el tiempo. Un libro es un sentimiento y un compañero de vida. Los libros son mi otra familia. Su forma, el olor, el papel, su diseño… , el autor, la época… En todos mis libros hay escrita alguna reseña: si me lo había regalado alguien, quién era, que significaba esa persona para mí…, cómo me encontraba, el tiempo que vivíamos, la fecha, la ciudad…, incluso anotaciones amorosas, que eran unas declaraciones en toda regla. Los libros era nuestro particular universo sobre el que girábamos como gira un satélite. Bien. Pues, con el tiempo, me relajé, y un día presté ese libro. Y nunca más regresó a mis estanterías. Alguien olvidó devolvérmelo, lo perdió…, o quizá se extraviara en una de mis mudanzas… Pero jamás me olvidé de él. Y hoy estoy feliz porque 44 años después, ha vuelto a casa y ahora mismo lo tengo entre mis manos.
Penetro en sus palabras... “Un día, allá en la Vega de Granada, nació un niño, a cuyo alumbramiento asistieron todas las hadas. Una le dio el don de la simpatía, otra le dio el ángel, otra le dio la poesía. Cada una, le dio, en fin, un don especial”. Así comienza este ensayo a manos de Andrés Sorel que es el nombre literario, tomado del personaje de Stendhal en Rojo y Negro, de Andrés Martínez Sánchez, nacido en Segovia, el poeta, el escritor, el traficante de sueños…, una mirada personal en la literatura y un renacentista rojo.
En otra página, prosigue: “A Granada, por tu vida después de tanta muerte, Lorca, por tu vida”.
A Cernuda lo silenciaron. Alberti había obtenido el Premio Nacional de Literatura con “Marinero en Tierra”. Gregorio Prieto…, Salvador Dalí, en cuya casa de Cadaqués pasan largas temporadas. Góngora había estado solo como un leproso esperando a que las nuevas generaciones recogieran su herencia. Llega “Romancero Gitano”, un poemario lleno de gitanos, de velones, de fraguas… En él sacó a relucir a todos los viejos cantaores: el Silverio, Juan el Breva, el loco Mateos, la Parrala… Falla estaba entusiasmado.
Y en la página 57, dice: “Al paso que va la humanidad, cada vez tendrá menos sitio en el corazón de los hombres”.
En 1937, Francisco Franco contestó lo siguiente a una pregunta que le habían hecho sobre Federico: -“ Ese escritor murió mezclado con los revoltosos: son accidentes naturales de la guerra”.
Quiero dormir un rato,
un rato, un minuto, un siglo;
pero que todos sepan que no he muerto,
que hay un establo de oro en mis labios;
que soy el pequeño amigo del viento Oeste;
que soy la sombra inmensa de mis lágrimas.
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