DE RATONES Y HOMBRES


El poder del erotismo
 

Los recuerdos recorren el pasado en busca de un idilio con la vida, como los gatos recorren los tejados, en la noche, empujados por multitud de olores. Todos en celo, los recuerdos y los gatos. Al final, uno acaba perdido entre lo femenino, el sexo y Mahler, entre la mentira y lo desconocido, porque querer atrapar lo desconocido tiene un precio. Igual sucede con los dioses: siempre están jugando con los hombres. Algo que suena a Steinbeck, “Ratones y hombres”, y un cheque de cincuenta y cuatro mil dólares para subir hasta la gloria. Todo ligado, unido, en este invierno, tirando del hilo y de la memoria, de momentos inolvidables. Un velo, un saxofón…, y el ambiente se vuelve exquisito. Y ya tenemos definido el erotismo.

Vuelvo a la calle, al recuerdo de ese Madrid de pillos y manolos; de curas, frailes y monjas, cuando ya han sido expulsados los jesuitas del territorio español y de todas las colonias. Ese Madrid de burócratas que viven de transitar solicitudes, de nobles de paja, y donde todavía se sigue practicando lo de “agua va”. Hasta que llega Carlos III, el rey que fue considerado el mejor Alcalde de Madrid (con todos los respetos para el profesor Tierno Galván), una ciudad difícil que, por fin, dispone de un gran jardín, el Retiro. Aire fresco en una sociedad rígida y agarrotada que vive la vida cotidiana y nocturna a la luz del sereno, el vigilante nocturno, cuando los vecinos salen de ver alguna obra de teatro, o una pantomima, o quizás vienen del baile. Aunque lo que verdaderamente triunfó, fue la comedia mágica. Por aquel entonces, hubo una explosión de los gremios artísticos. Desde los hechiceros a los comediantes, pasando por los músicos. También de otros gremios, como los sastres y roperos; calceteros, lencería, y paños; joyería; sedas y mercería; droguería, herreros, madereros… El zangolotino empezaba de aprendiz, luego pasaba a oficial y de ahí, a maestro. El vértigo de la madurez, de la responsabilidad del trabajo bien hecho, con un acabado perfecto: ─”Ya está terminado el traje, jefe”, decía el mancebo. Y el alfayate, añadía: ─”Pues llama a don Victoriano y que se pruebe. Y dale un recibo de lo que te abone. No me fío de todos esos señoritos”.


Obra de teatro "De ratones y hombres"  en El Español


Suena el viento de la calle. Redobla su intensidad al volver la esquina, en la calle El Barco, dirección Gran Vía, donde, de chico (contaba con 10 años), en mi primer viaje a Madrid, me compré  unas medias del Real Betis Balompié en las tiendas Sepu. Pero ya nada es lo que era y nada está en su sitio. Todo es nuevo y caduco, pero no nos engañemos: nadie escapa de lo viejo. Y mañana hay que madrugar, aunque madrugar sea una cosa de pobres, como lo es comer de puchero.  

Desde la ventana veo un mundo que parece un cuadro de Antonio López de encargo y pagado a plazos. Fuera, hay un coro de gotas de lluvia  y de canalones. Todo muy orquestado desde el cielo por un arcángel músico, porque en el cielo hay de todo, como en botica. Lo que va creando una bruma gótica, un paisaje en la niebla, entre Monet y la abstracción, que se pasa el gótico por la entrepierna para ir directamente a la instantánea, a lo inmediato, a la foto “finis” de una ciudad viva,  magnífica, que presenta esta mañana una  estampa seductora,  ya que la seducción no tiene forma ni edad, dado que se trata de un sistema iconográfico que nos envuelve. Me gusta aquello que dijo el filósofo de Así habló Zaratustra, en lo tocante al deseo: Es tan perra la sensualidad que cuando no se tiene el cuerpo, el alma se tortura”.


Baile a orillas del Manzanares. Goya.


Cae la lluvia y el agua borra la culpa, creando un paisaje mental. En mí o dentro de mí. Y me cuesta coger la paleta y recrear estos instantes de gloria. Y pienso mucho. Pienso más de la cuenta, sobre la carne, sobre la piel, sobre las letras. Es cosa de la divina nostalgia. Al final, escribir es como hacer un crucigrama. Y más cuando la razón juega al capricho. Así que, lo mejor en estos momentos, será dejarlo y comer. El vino y la comida te hacen ser otro.

Sigue lloviendo como hacía tiempo que no llovía en la capital de un imperio que fue gobernado desde una mesa camilla. Madrid es una inmensa cola bajo la lluvia. Los ciudadanos no quieren quedarse en casa, tirados como morsas en el sofá. Quieren ser Otelo, Cleopatra, Julieta… Y comer antes de entrar a los estrenos  unos “soldaditos de Pavía”   (bacalao rebozado) en Casa Labra. Salir de noche, en un viaje a la propia vida, salpicada de sátira y amor, de nocturnidad y alevosía, cuando el éxito lo marcan ahora los paraguas, que soportan las inclemencias del tiempo estoicamente porque las nuevas gentes tienen fe en la verdad del juego dramático, que es una dieta muy saludable contra la barbarie de las cajas tontas, que no son más que territorios comanches donde los disparos dan como resultado un escenario repleto de muertos, de zombis, en las casas, dentro de las propias casas (tienen al enemigo dentro sin saberlo), en el baño (porque hay gente que también tiene una televisión en el baño), y en el dormitorio para no pegar ojo. Y por eso las colas reivindican esta noche el teatro, el idilio con la contemplación de la vida en una habitación propia, única, donde sólo se oye respirar y las voces de las actrices y los actores. De Chejov a O´Neill. Arte y belleza. Y de paso, no viene mal sacar a pasear el corazón bajo la intensa lluvia. Es una decisión aceptadísima.

 

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