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El sistema solar |
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El Bocho |
Hoy
lunes es día de comer lentejas, viudas o con arroz, moros y cristianos, como las llaman, acompañadas
con alguna guindilla o de una cebolla cruda y mordisquearla como si fuera una manzana, algo que hacía a la
perfección Damián Rabal en el restaurante El Bocho, en la calle San Roque, 18, que
cerró en el 2013 y donde atendían Esteban y María Luisa junto con sus dos
hijas, entre manteles rojos y blancos,
café de puchero y, de postre, crema
catalana. Una tasca con ambiente vasco regentada por asturianos. Curiosidades
de la vida. Y donde servían un caldo ardiendo para acompañar el vino y utilizaban la cocina de carbón para cocinar. La
típica casa de comidas en pleno barrio de Malasaña por donde pasaron artistas, escritores, muchos actores, sobre todo los del Teatro Lara, en la Corredera Baja de San Pablo, y políticos, ya que El Bocho le dio de comer en
los años ochenta a parte de la cúpula del PSOE, sobre todo los viernes, que,
tras el Consejo de Ministros, se acercaban para comer de cuchara, tanto
Felipe González como Javier Solana, que iba en su Vespa paseando su bufanda
roja por Madrid y un día se la dejó olvidada en el restaurante. También Enrique Barón, Josep Borrell y Ernest Lluch (profesor mío de “Economía Política
y Financiera” en la Facultad de Derecho de Valencia), o Julián García Vargas...
El Bocho comenzó como una taberna de vinos y sólo hacía comidas de encargo. Hasta que un día todo
cambió. La calle San Roque era una calle a la sombra de un convento, entre la
calle La Luna y El Pez. Según la sabiduría popular, San Roque era un rico francés del siglo XIII
que repartió su fortuna entre los pobres y se fue a Roma a cuidar leprosos.
Muy cerca del restaurante, en la calle El pez, estaban las monjas de San
Plácido. En algunas ocasiones, podíamos encontrarnos personajes de la noche
madrileña como Moncho Alpuente o Javier
Krahe, que le cantaba con chufla a aquel barrio y con la glosa que hacía en la
calle Barquillo, donde vivía.
Hay
tiempos que pasan. Entonces llega la memoria. Por cierto, hablando de cocinas de carbón… Armando, que rebasa ya los ochenta y cuatro, estuvo
trabajando en el carbón como repartidor, tanto en la calle Sierpes, en
Embajadores, como en Arganzuela-La Chopera. Después de llenar los sacos con la
pala y cargarlos en la furgoneta, salía de reparto. Era un oficio muy negro. Casi siempre les daban una propinilla, sobre todo en Navidades. Según
cuenta, no llegó a trabajar con el burro. Eso fue años antes: allá por los años
cincuenta del siglo XX. Hay
momentos, mientras hablo con él, en los
que el carbonero, se pone melancólico.
La nostalgia comienza a hacer su trabajo.
Es un hombre sencillo, de pocas apariencias. Se pasó más de media vida
trabajando y oliendo a alhucema, una de las especies de la flor de la lavanda,
que venía a ser lo que echaban a las candelas para que en el ambiente de la
carbonería hubiera un buen olor. Y dice:
—“Había una coplilla…!", Y sin más, se pone a cantar: “Vaya una gracia, vaya un salero que tiene,
madre, mi carbonero”. Son esos instantes en los que el alma de la ciudad se va revelando a través de los ciudadanos, sobre todo de la gente trabajadora, porque detrás de cada piedra hay una historia y
detrás de cada luz una sombra. Y una ciudad son muchas farolas, muchas voces…, gente
de todas partes que vino a mojarse los labios y aquí encontró agua para beber.
Ahí es donde realmente comienza la ciudad, en el agua, no en los negocios. Las
avenidas y las calles se llenaron de ilusiones, de superación, de misterio y de
alegría. Y en toda su plenitud, con la luz adecuada, los pintores la
inmortalizaron con su pincel, convirtiendo a Madrid en una obra de arte. Y no
importaba si era lunes o si se comían lentejas. La vida no tenía tantos “peros”
como tiene ahora.
1 Comentarios
¡Buenísimo!
ResponderEliminarCuánta razón tienes …