EL SISTEMA

 

El sistema solar

 

 Los lunes vuelve a las  calles el argot de la rutina y el taco en las formas, la subida de tono,  ya que de buena mañana hay muchas quejas y bastantes reproches al comprobar los impuestos que tenemos que pagar, momento en el que se enciende la  traca y se multiplican los insultos, sobre todo a la hora del papeleo, puesto que,  una vez que estamos en la cola,  descubrimos que también hoy lunes  nos toca sellar el paro, aunque sea on line.  Comienza la semana y, al llegar nuestro turno, por no estar callados, le hacemos un comentario al funcionario que nos atiende, indicándole... o intentando argumentarle la cantidad de trabas que nos pone la burocracia a los humildes. Y  éste, el subalterno, sin mirarnos a los ojos, como si le hiciera daño nuestra mirada, sin previo aviso y sin anestesía, de pronto comienza a echarnos  un discurso artificial y lento, que seguramente  ya tenía en la chistera o grabado en el disco duro de su mente,  formado por un cóctel de frases hechas y artículos de toda la Administración Pública, con la única intención, no de darnos una explicación lógica y justa, sino de justificar o dignificar su salario. Y ése, y no otro, es el funcionario que, al  igual que sus compañeros,  unas veces venden ética y otras  salen a comprar el pan y el periódico, cuando ya salieron una hora y media antes a tomar un café o a desayunar, y que, después,  transcurridas otras dos horas, volverán a salir de nuevo para llevar el pan a su casa y, de paso, en ese ínterim, aprovechar para poner la lavadora.   Todo en horas de trabajo. Pero no importa, no pasa nada, porque las canciones se parecen todas bastante, como  la letra de El patio de mi casa (“agáchate y vuélvete a agachar, que los agachaditos no saben bailar”), en tanto que la silla o la butaca del despacho de al lado sigue vacía, y  la silla de la mesa de más allá, también, y de once puestos que hay para atender a los ciudadanos sólo atienden cinco,  y de los cinco hace ya un buen rato que dos de ellos abandonaron su puesto y salieron  "a lo que fuere", porque nosotros no podemos saber realmente dónde han ido a menos que los sigamos como detectives. Y, si preguntamos,  nos van a contestar mal o nos dirán que están trabajando on line, porque hoy todo es on line, pero la realidad es  que allí no atiende nadie. Y el tiempo es oro o el tiempo vuela... Y luego están los otros, los  que fichan en pijama, y la "espantá" que se produce todas las mañanas en el edifico de enfrente, y los que salen y entran, y van y vienen… Y suena otra canción, en este caso de Pablo Milanés:   "Y el tiempo pasa, y nos vamos haciendo viejos, y el amor es un reflejo del ayer", porque la vida es una canción, cuatro notas, tío, y no te preocupes, qué más da... Tú paga y hazte el tonto. Si esto no tiene remedio.  Y encima, estos, los otros, todos..., son corporativistas y  se tapan o se cubren entre ellos, dispensando el absentismo injustificado. Pero aquí nadie se da por aludido y nadie queda al descubierto, excepto el sistema, un sistema con muchas piezas oxidadas que no  van a ser arregladas, porque, si se arreglan, todo ese montaje deja de ser un sistema, como muy bien se suele argumentar cuando a alguien le da por preguntar, porque un sistema se crea para que funcione solo, aunque sea mal, el caso es que funcione como interesa, es  decir, un  organigrama en el que no sea necesario pensar, ni trabajar…, y mucho memos tener que dar explicaciones.  El sistema se inventa para tener un sueldo, seguridad laboral y engullir todo aquello que no funciona. El sistema es la pomada: estás en ella o estás fuera; la usas o no la usas… Y si la usas, eres uno de ellos,  y estás dispuesto a chupar del bote.



El Bocho


Hoy lunes es día de comer lentejas, viudas o con arroz, moros y cristianos, como las llaman,  acompañadas con alguna guindilla  o  de una cebolla cruda y mordisquearla como si fuera una manzana, algo que hacía a la perfección Damián Rabal en el restaurante El Bocho, en la calle San Roque, 18, que cerró en el 2013 y donde atendían Esteban y María Luisa junto con sus dos hijas,  entre manteles rojos y blancos, café de puchero y, de postre,  crema catalana. Una tasca con ambiente vasco regentada por asturianos. Curiosidades de la vida. Y donde servían un caldo ardiendo para acompañar el vino y  utilizaban la cocina de carbón para cocinar. La típica casa de comidas en pleno barrio de Malasaña por donde pasaron  artistas, escritores, muchos actores, sobre todo los del Teatro Lara, en la Corredera Baja de San Pablo, y políticos, ya que El Bocho le dio de comer en los años ochenta a parte de la cúpula del PSOE, sobre todo los viernes, que, tras el Consejo de Ministros, se acercaban para comer de cuchara, tanto  Felipe González como Javier Solana,  que iba en su Vespa paseando su bufanda roja por Madrid y un día se la dejó olvidada en el restaurante. También  Enrique Barón, Josep Borrell y Ernest Lluch (profesor mío de “Economía Política y Financiera” en la Facultad de Derecho de Valencia), o Julián García Vargas... El Bocho comenzó como una taberna de vinos y sólo hacía  comidas de encargo. Hasta que un día todo cambió. La calle San Roque era una calle a la sombra de un convento, entre la calle La Luna y El Pez. Según la sabiduría popular,  San Roque era un rico francés del siglo XIII que repartió su fortuna entre los pobres y se fue a Roma a cuidar leprosos. Muy cerca del restaurante, en la calle El pez, estaban las monjas de San Plácido. En algunas ocasiones, podíamos encontrarnos personajes de la noche madrileña como  Moncho Alpuente o Javier Krahe, que le cantaba con chufla a aquel barrio y con la glosa que hacía en la calle Barquillo,  donde vivía.

Hay tiempos que pasan. Entonces llega la memoria. Por cierto, hablando de cocinas de carbón… Armando, que rebasa ya los ochenta y cuatro, estuvo trabajando en el carbón como repartidor, tanto en la calle Sierpes, en Embajadores, como en Arganzuela-La Chopera. Después de llenar los sacos con la pala y cargarlos en la furgoneta, salía de reparto. Era un oficio muy negro. Casi siempre les daban una propinilla, sobre todo en Navidades. Según cuenta, no llegó a trabajar con el burro. Eso fue años antes: allá por los años cincuenta del siglo XX. Hay momentos, mientras hablo con él,  en los que  el carbonero, se pone melancólico. La  nostalgia comienza a hacer su trabajo. Es un hombre sencillo, de pocas apariencias. Se pasó más de media vida trabajando y oliendo a alhucema, una de las especies de la flor de la lavanda, que venía a ser lo que echaban a las candelas para que en el ambiente de la carbonería hubiera un buen olor. Y  dice: —“Había una coplilla…!", Y sin más, se pone a cantar:  “Vaya una gracia, vaya un salero que tiene, madre, mi carbonero”. Son esos instantes en los que el alma de la ciudad se va revelando a través de los ciudadanos,  sobre todo de la gente trabajadora, porque  detrás de cada piedra hay una historia y detrás de cada luz una sombra. Y una ciudad son muchas farolas, muchas voces…, gente de todas partes que vino a mojarse los labios y aquí encontró agua para beber. Ahí es donde realmente comienza la ciudad, en el agua, no en los negocios. Las avenidas y las calles se llenaron de ilusiones, de superación, de misterio y de alegría. Y en toda su plenitud, con la luz adecuada, los pintores la inmortalizaron con su pincel, convirtiendo a Madrid en una obra de arte. Y no importaba si era lunes o si se comían lentejas. La vida no tenía tantos “peros” como tiene ahora.

 

 

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