EL VIENTO




Campos con viento
   

Esta historia es real. Las historias reales son hermosas.


El viento continúa subiendo por las barrancas desde el transcurrir de los tiempos. Sólo pretende que lo escuchen, pero muchos tuercen la mirada. Vive en las cimas de la sierra La Tagardilla. Allí está su guarida. Cuando se siente solo, saca su furia y se pasea por el valle. Los niños, inquietos en la noche,  no logran coger el sueño. El padre lo maldice, sin cesar de mover la lumbre. Y la madre enciende una vela a la Virgen y a los santos. Muchas de las familias que vivieron aquí, cansados de su furia, se fueron marchando. El viento no escuchaba sus ruegos. Hay quienes encontraron la locura subiendo a las montañas. Pero la soledad del viento era tan inmensa… Muy de mañana, ya lo tenías ahí envalentonándose entre las piedras y bajando por la ladera hasta llegar a las casas del pueblo. Lo barruntaban los perros y las ovejas en los corrales, y los gatos se refugiaban en las chimeneas.

Un día,  cuando muchos vecinos se habían marchado y quedaban solo cinco familias en Tururelos, además del maestro y un pintor huraño, que vivía en Río Laguna, Jorge, un niño que decía haber oído gimotear al viento en una esquina, una tarde, al salir de la escuela, se plantó delante de su madre y le dijo que iba a subir a la montaña para hablar con el viento.  Su madre fue rápidamente a cerrar la puerta. El niño se plantó frente a ella y, sin más, enfiló el camino de subida hasta la cima de la montaña.

Cuando llegó a la cima, el viento lo estaba esperando. No  le quitaba ojo.  Contaba con trece años y tenía la cabeza grande como Caín. Era zurdo y pelirrojo. Cuando estaba nervioso, cruzaba los ojos como si tuviera estrabismo. Era un juego. Ya más tranquilo, se sentó en una piedra y le dijo al viento:

 Yo soy un niño e igual no me haces caso, pero si te sigues escondiendo, ya no podrás mirar al mundo. De tu boca sólo saldrá rencor.

Al instante, el viento dejó de revolotear y se sentó junto al niño. Los dos estuvieron sentados bastante rato, sin dejar de mirar el profundo valle que se extendía delante de ellos.

Horas después, el niño se levantó para marcharse:

Ahora siempre serás libre y podrás ver a Velázquez en el cielo, como dice don Mario, el maestro. Y yo escucharé tus historias. Entonces, Jorge se dio media vuelta y comenzó a descender  la colina, tarareando una coplilla que decía: “Las voces del viento vienen y van y traen un cantar…”.


Turuelos: las afueras


Aquel día, el viento dejó de soplar. Su corazón se había transformado. Las gentes ya podían dormir tranquilas. Día tras día iría escribiendo historias de aquellas tierras.

Los meses pasan y la agonía se distribuye por las cuatro casas que quedan habitadas. La última familia en marcharse ha sido la de Jorge. Por la mañana, el viento bajó por la ladera para despedirse del niño que un día le hizo reír y comprender su soledad. En cierto modo, todos estamos solos.

Se pasea por la llanura como si quisiera decir algo, pero no lo dice. Deja que la vida lleve su curso. Su música es suave. Anduvo años haciendo ruido. Ahora quiere tranquilidad,  que las cosas vuelvan o se queden o se recuerden. Llega hasta un puñado de árboles cercanos a la carretera y se detiene a descansar. Todos se están yendo pero él se quedará para siempre. Y un día escribirá sus nombres. Conoce los sueños y la noche. Y las pequeñas historias de tantos vecinos…. Cuando él aparecía por el horizonte, la piel se erizaba. Y al coger algo para taparse, se formaban  sombras. En pleno fuego, el hombre detenía su deseo también para taparse.

 

El viento ha ido guardando la historia de este lugar  para ir contándola cuando ya no haya nadie. Él también es viejo y ha vivido ya en muchísimos libros. Cientos de escritores lo utilizaron para relatar lo que llevaban en sus adentros. Protagonista de leyendas y escondite de los dioses; el viento siempre caminó sobre el vacío para construir metáforas que se sostuvieran en el aire por sí solas, mientras, como dijo un poeta andaluz, se iba llevando los algodones del cielo.

Los trozos de pizarra de algunas casas se hallan esparcidos por el suelo como si fueran fichas de un juego al que sólo sabe jugar el tiempo. Las otras casas, las de adobe, han ido erosionándose y formando diminutos montículos sobre los que también han caído trozos de yeso viejo y rancio. Las tejas parecen escamas de un monstruo milenario, rotas y esparcidas por las esquinas y por los montones de escombros que hay a cada paso como si estuvieran destinadas para siempre al ostracismo. Hay hasta  ventanas de forja que aparentan haber sido arrancadas de cuajo. Tampoco se escucha ya ladrar a los perros.

Las casas son siluetas en la noche. A día de hoy, ya se han marchado todos menos el pintor francés. Se han marchado hasta las ideas, desprovistas de futuro. No suenan los cencerros del ganado. Tampoco pasan las  bandadas de pájaros. Desde los cielos lo que se ve no son más que ruinas. Cada paso hacia otros mundos, ha traído más silencio. De vez en cuando, desde la cima de las montañas, llega el viento, suave, dándose un paseo por las calles y colándose en la memoria de cuantas familias vivieron aquí. Una memoria que ahora se ha llenado de malas hierbas y de una añoranza inquietante.

Los labriegos se rindieron. Los pastores dejaron de vocearle al ganado. El silencio comenzó a tener eco y a hablar. Por donde mires, por donde camines, yendo por esos lugares donde las gentes escribieron sus costumbres, lo que se ve no es más que una exaltación de la muerte. Han cambiado hasta  los colores de las cosas.

Unos y otros aguantaron hasta el último suspiro, hasta emprender el camino  hacia el progreso, que los había echado  de sus campos, de sus veredas, que les quitó la leche de sus cabras, donde, sin que se dieran cuenta,  se fueron deshaciendo de sus sueños.  Sólo quedan ruinas que miran al vacío y esperan con paciencia el paso del tiempo.

Hace ya algún tiempo que reina el silencio en la comarca de La Tagardilla. Ya no tengo a quienes susurrar. Por eso les hablo a las nubes y escribo todas estas cosas en el cielo. Mi intención es que lo lean los humanos. También las aves. Las palabras se hacen más grandes con el paso de los días. Aquí no hay nadie, pero miles de ojos andan por ahí. Sigo viviendo en esta cueva. Estoy tranquilo desde el día que comprendí que la soledad era una cárcel que se cerraba por dentro. La puerta estaba abierta.

 

 

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1 Comentarios

  1. ¡Impresionante!
    Y me encanta ese final: “ qué la soledad sea una cárcel que se cierra por dentro. La puerta está abierta”… buenísimo.

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