LA FOTOGRAFÍA DEL TIEMPO

 

Fotografía: 1976
 

En la habitación que hay junto a la cocina, al otro lado de la pared, frente al cabecero de hierro forjado, hay una fotografía que me define. Es un retrato en el que el objetivo de la cámara se ha metido en mi parte más  desconocida. Parece un fotograma del cine mudo. Me la hizo María Jesús, sobre las once de la mañana, un viernes de enero, después de haber estado corriendo delante de los “grises” por las calles de Valencia. Había terminado la manifestación y, detenidos en una zona arbolada,  se acercó y me dio un beso inesperado. Cuando disparó el obturador, me había cambiado el gesto y, en parte, mi vida. Ahora sería otra. Nunca más volvería a ser  el mismo.

Seguramente que en cualquier pared o superficie, en una cartera de bolsillo, incluso en un archivo del ordenador, hay una fotografía de nosotros, entre otras muchas, en la que tenemos  cara de buenos, o de traviesos y díscolos, o está llena de miseria y desencanto, quizás de alegría, pero sobre todo de misterio, de esa mirada perdida en un punto donde guardamos todos los secretos. Hay fotos que encierran cierta melancolía. La luz que entra por los ángulos ilumina la vida de antes. En ella siguen reinando los grises, los colores cenizas que perfilan el tiempo, la búsqueda del niño que se ha ido y el hombre solitario que llega, el mismo que deja caer los párpados o sube las cejas, que se busca a sí mismo y no se encuentra entre los días de entonces, entre las calles de la ciudad o entre los guiños del amor incipiente y correspondido, tropezando con la idea, con la pasión, que lo atrapa una y otra vez, mientras se prepara para caer en la desnudez a través del arte,  una decisión tan arriesgada como dramática.  Dice Blinky que “un artista es un niño que ha sobrevivido a casi todo”. Y así es. Aquella fotografía fue el inicio de un mundo nuevo, el retrato de  mi soledad, prisionero de la creación, que es otra trampa, ya fuera con careta o sin ella, forzando la palabra a base de  falsear las cosas para hacerlas mías, tuyas…, o vuestras, y conseguir una orgía de imágenes, de historias, de pudor, de dudas, pero sobre todo de sufrimiento, porque es el dolor, y no otra cosa, lo que nos ayuda a alcanzar  el éxtasis, una vez que conseguimos aquello que estábamos  buscando.


Fotografía 2:  1976

Por eso forcé algo el  gesto. Y  me quedé solo. No tenía a nadie tras de mí. Delante estaba  mi amiga del alma, a la que admiraba. Y a la que también deseaba, como era de suponer. La devoción o la admiración era mutua. Ella era la metáfora femenina, el icono rebelde de aquella juventud, como  La Pietá lo fue en su día del amor maternal.  Y a su lado viví las primeras emociones, entre palabras sencillas y tiernas, con la barba revolucionaria descuidada  y mis diecinueve años llevados como cualquier viejo, orgulloso y pobre, becario de la Transición, y lleno de contradicciones,  hasta el momento desnonocidas o inéditas. Había descubierto mi caos y , de paso, mi destino, agazapado entre multitud de dificultades, que me llevarían a besar la tierra en más de una ocasión, a rendirme y quedar a merced del fracaso, esa línea roja donde, si te mueves,  te vas a la cuneta o , con suerte, puedes llegar a posarte en el cielo, o sea, a sacar al poeta que anida en ti antes de que se pierda por los desagües de las alcantarillas de esta vida tan caprichosa, tan urgente, que da pocas opciones y todo lo quiere “en seguida”, sin tiempo para rectificar, hasta que un día, cuando estás bajo mínimos, sin esperar ya nada, vas y  encuentras el estilo, y te expresas con él, porque el estilo define el mundo. Buscar el estilo es como buscar un rastro entre las hojas caídas, entre los libros, entre la luz de las tinieblas, y escuchar a tu interior, la voz que te habla, que te exige,  que te engaña, que te rompe en dos. Sin querer, caes al vacío. Te levantas. Hasta que una mañana, al colocar  la primera línea sobre la página en blanco, compruebas que ha nacido el estilo, tan inconfundible, tan tuyo, la herencia de tanta angustia, de tanta búsqueda, de tantas cosas.


Cámara Canon AE-1

Me acuerdo perfectamente de esa fotografía; de aquel  otro, que soy yo.  Y de aquella chica, María Jesús, que se fue para siempre. Y de nuestro viaje, compartido con gratitud. Mirando la foto, veo el rastro de multitud de sensaciones, de momentos inolvidables, de sus ojos, que ya no encuentro por ningún lado, de la mano amiga, de su alegre sonrisa, de su aliento cerca, de su rostro, algo borroso, y de aquella cámara de fotos, la Canon AE-1, con un objetivo de 50 mm. 1.8, luminoso y con efecto “bokeh”, que hacía que la imagen fuera muy nítida y el resto algo borroso,   una cámara que había sido más una herencia que un regalo, con un carrete de 35 mm., impregnado de una capa de amor y otra de palabras.

 


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1 Comentarios

  1. ”Un retrato en el que el objetivo de la cámara se ha metido en tu parte más desconocida”
    Qué manera más poética de profundizar en una fotografía congelada en el tiempo… en un instante…
    ¡Eres Grande y un Dandy, Celín!
    Gracias por tanto

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