PALABRAS SUELTAS

Creación de palabras optimistas. Instituto Cervantes

 

Las palabras sueltas suelen ser tacos o el número de vocablos que utilizamos para hablar por wasap o por el móvil. Hoy se habla con monosílabos. El rey de las conversaciones es el monosílabo,  muy utilizado también por otros reyes. La palabra suelta, sin hilvanar, sin coser, el  lenguaje a granel, frío  y diminuto con el que disparamos contra la cultura como si fueran plomos de escopeta, el mismo que aplicamos a la hora de ponernos en contacto, sobre todo en la distancia, que tal vez sea una estrategia. Por eso, cuando hay acumuladas tantas palabras sueltas, hay que cocerlas como las legumbres, porque crudas no saben a nada,  además  de ser una manera de evitar las flatulencias.

Las palabras sueltas son aquellas que se dicen en los días indefinidos, esos días en los que no esperamos nada, ni mucho ni poco, mientras vamos aligerando de peso la mochila emocional, y nos alegramos hasta de respirar.  Nos levantamos y no hablamos con nadie; tampoco sabemos qué hacer. Y, por diversas razones, no paramos de darle vueltas a las cosas. Una inquietud que nos hace pensar más de la cuenta…, y  preguntarnos por qué está lloviendo o por qué sale el sol, o por qué nos ha llegado una carta de Hacienda llena de requisitos y de preceptos a cumplir para evitar que nos caiga “la del pulpo”, y… Cuando ya hemos perdido la esperanza,  hartos de  insistir con el  tema, tomamos la decisión de olvidar, que tal vez es  la mejor de todas. Y suele ser justo ahí,  en el proceso de borrar la memoria, cuando la vida cumple con su promesa y nos saca a empujones del lugar en el que nos hallamos y nos pone la maleta en la puerta, así, sin más, una maleta que no es más que una valija vieja y marrón donde  hemos tenido a buen recaudo nuestro sueños. Y posiblemente también unas palabras sueltas, un tesoro que será, a fin de cuentas,  el que nos ayudará a seguir, a mantenernos vivos y empezar en otro sitio, bajo el mismo cielo.


El petricor, el olor a la tierra mojada


Pasan los meses, vivimos con humildad nuestro destierro y, un buen día, por curiosear, abrimos la maleta. Y dentro nos encontramos  con todas esas palabras que hemos ido subrayando a lo largo de nuestra vida, qué sorpresa,  y que nos vienen que ni de perlas, porque  de lo que se trata, cuando toca irse,  es de no dejar la página en blanco.  Hay que irse  pero con dignidad, ya que, si lo pensamos bien, lo único que  vale.., o que puede servirnos, es aquello que arde dentro. Hoy,  para quemar, sólo tengo unas cuantas palabras sueltas ¿O quizás debería decir desnudas?  ¿O debería decir frescas?  Insisto en la elección del adjetivo porque debemos de tener en cuenta que las más frescas son  las  primeras que nos besan por la mañana cuando se pasean por nuestros labios. Las otras, las más blancas, son como llamamos a las que aparecen nada más despertar.  Y luego quedan las que nos tocar rascar cuando vamos a coger el coche, tan heladas, llenas de escarcha, pero perfectas para contar una historia reciente o para hacer un verso suelto.  Palabras… Y tras ellas, el silencio. Palabras y colores…, sin olvidarnos del olor de las cosas, la memoria del olfato,  los aromas…, cómo huele la familia, los amigos, y el olor del amor de entonces, la química de la carne,  las confesiones entre nosotros,  y la tormenta de emociones. Todo real. A veces puede ser tan real que lo confundimos con un sueño. Fuera como fuese, en el ambiente siempre quedaba flotando el olor del deseo.

 Y el olor de la lluvia sin horarios, de las tardes frías, de la luna posada sobre el horizonte, que era una imagen con la que hacían una postal. Y el olor de la felicidad, el de  los pies después de haber ido hasta la cocina descalzo. Y el olor de la paz y de la tranquilidad, que suelen ser olores que se esfuman muy rápido, ya que, tras la comida, en plena cabezada en el butacón,  llega el aroma inconfundible del mar, con sus olas y sus canciones. El mar trabaja día y noche a sueldo de la  naturaleza. Y los olores del patio de mi casa, que me llevan a la infancia. Y el olor de las circunstancias, que son unas cuantas. Y el olor de un bebé, adormecedor, poderoso…, insuperable.  Y el olor del sexo.  A veces lo más excitante del sexo no es lo que nosotros sentimos, sino ver al otro retorcerse de placer.

También sé que hay olores almacenados en la memoria que ya no recuerdo y, si quiero recuperarlos,  necesito ponerme a pensar un rato. Minutos después,   llega una pista, la más pequeña. Luego, por arte de magia, aparece una frase… Y la frase  me lleva hasta un libro,  al olor de sus hojas, de la tinta,  de los miasmas de Madame Bovary,  y al perfume de la persona que me lo regaló.  De pronto, me viene a la pituitaria el olor a la resina de los pinos, y el de las hojas secas quemadas… Y el de la miel recién cortada sobre la lechuga fresca. Y el olor de un cuerpo cuando sale de la ducha.  O cuando entra en la cama y olemos su sombra. Y no queda otra que abrir la ventana para que se vaya… Y entonces entra el aire fresco que viene de la montaña y que huele diferente, como huele la libertad… Olores… Y nos acercamos, y el amor nos  escribe en las mejillas un  jeroglífico con sus besos, que no sabemos descifrar. Mensajes cargados de acentos que vuelan como mariposas hasta el papel y que, nada más soplar, se borran. Duran lo que un  suspiro. Y viene un ¡ay!, la interjección del ánimo,  que es otra palabra suelta, tan inevitable, y que a menudo sale de la  garganta volando como un globo. Palabras sueltas que no empiecen todas por “m”, aunque por “m” empieza la música, que siempre nos obliga a abrir algo, aunque sea el corazón, si queremos  sentir, porque la música es de las pocas palabras que está a la altura de lo que verdaderamente necesitamos.

Hoy vuelve a llover. Hasta aquí llega el olor a la tierra mojada, el petricor, esa palabra suelta que define el fluido que corre por las venas de los dioses

 

 


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