UNOS GUANTES AMARILLOS


Guantes Widmann. Milano.


Hoy es uno de esos domingos de ponerse a hacer prácticas con todo: no paro de tocar todos los botones que tiene la lavadora nueva para ver si consigo que funcione;  he enchufado la tostadora de pan intentando dar con la “tecla” adecuada, ya que las instrucciones están en inglés y a mí, cuando joven, no se me ocurrió otra cosa que estudiar francés, después un poco de alemán…, y  como los tengo un tanto olvidados, cuando no apolillados,  vamos, que están en el baúl de la ropa vintage, pues no hay forma que dé con la dichosa “tecla” del puto electrodoméstico; la sartén…, ya te digo…, a la sartén que se le ha aflojado el tornillo del mango y no sé si tengo un  destornillador  de “estrella”; y en cuanto al Paleta, que se llama Ángel, un chapuzas a domicilio como Pepe Gotera y Otilio,  aquí estoy esperándolo para que me ponga unos azulejos de la cocina que  se han caído, ya que lleva meses goteando una rasante o una bajante, que ya no sé cómo llamarle a esa bajada de aguas; y, en fin, que miro a mi alrededor y no quiero tocar nada porque todo lo que toco se estropea, o se rompe, y me da hasta miedo mirar las cosas porque, dentro de nada, mi casa va a parecer un hospital de emergencias, Alguien voló sobre el nido del cuco, un taller de arreglos o de desescombros, una cachería repleta de cosas inservibles,  rotas,   dispuestas a ir todas al desguace, incluido su dueño,  que soy yo, Tanto es así, que me ha dado por pensar que  hoy tengo la cabeza como una autoescuela en prácticas y que, dada la situación,  estoy por ponerme una denuncia de mí mismo antes de que haga un desatino o tenga un accidente, porque, la verdad, es que no doy una. Por eso no me gustan los domingos. Y además hay que acudir al rito, puntuales a misa, tan  enraizada con el verbo “mitto”.

Pero sé que quejarse no sirve de nada. Y menos en esta sociedad que friega los platos y quita la suciedad con unos guantes amarillos, que son los de la suerte, la cual puede llegar o no llegar y que, en general, no llega nunca. Mira que ponerse a fregar con unos guantes amarillos… Hay que joderse, con los colores que hay en el arco iris. Estoy fregando y parece como si los guantes me mirasen a la cara y me quisieran decir algo…, no sé, porque como me pongo a fregar con el uniforme de escritor, que es una camiseta y una camisa gruesa y una braga en el cuello, pues… igual a estos berzas les parezco una persona horrible o un tío muy feo… Pero, lo cierto, es que no puedo escribir si no tengo abrigada la garganta. De ahí la braga… En cuanto noto el calor en esa parte del cuerpo, se enciende todo, la prosa, el deseo y la placa del chubesqui (radiador), porque es justo ahí donde palpita el instrumento más bello y perfecto del mundo, que no es otro que la voz, y donde arranca el idioma y la personalidad. Y, la verdad, prefiero no pensar en lo que crean o dejen de creer los guantes, porque cada vez que los miro me pongo…, ¡negro!, pues las dichosas manoplas hacen que mis dedos parezcan diez percebes enfermos de ictericia. Es más, yo con guantes no se hacer nada, y menos fregar.

Enciendo la radio, que sí que funciona, y brota la voz. La radio es una voz que se mete dentro de nuestras casas y de nosotros mismos, y nos lleva de la mano hacía una historia, hacia una idea…, o hacia un terreno de arenas movedizas…, nos lleva donde menos podamos imaginarnos, puesto que una voz, y más si es  grave, o contralto, y no digamos si es de barítono, o de un bajo-bajo.., una de esas voces de la ópera “El Príncipe Igor”, de Aleksandr Borodín,  puede llevarnos hasta el infierno. Y más si es de noche. Imaginemos la situación: la luz apagada, la radio encendida, la voz susurrándonos al oído cualquier chorrada, un “talk show” de esos que se traducen  como “hablar por hablar”…, y nosotros ya en la duermevela, tranquilos, muy tranquilos, con una mano en el sexo, pero no por nada, sino por enredar con algo, sin nada mejor que  hacer o en qué pensar…,  con todo resuelto, menos saber quiénes somos o cómo es nuestro Yo, que es una cosa que siempre tenemos manga por hombro, es decir, hecho un verdadero desastre, sobre todo porque de siempre hemos pensado con total seguridad de que un día va a venir alguien a arreglarnos el Yo, e incluso creemos con toda certeza, que, si no viene, pues no pasa nada. Y ya digo, ya hemos cenado y estamos ahí  con la oreja pegada a la radio y…, “nos dan las diez y las once, las doce y la una, las dos y las tres…, y  desnudos al anochecer nos encontró la luna”. Y entonces, ¡zas!, nos entran las prisas. Nos levantamos  y nos vestimos. Pero no nos levantamos porque se nos haya ocurrido algo, sino que saltamos de la cama para comprobar que no estamos soñando, que aquello que nos está sucediendo es una realidad, digamos que es..., casi un sueño en vivo y en directo.  

Y pasan los días, y así una noche y otra, hipnotizados por esa voz  poderosa y cálida que nos dice, que nos habla, que sabe cómo hablarnos, que sabe cómo meterse entre nuestras grietas para hacernos creer que es nuestra madre la que nos está contando ese cuento, esa historia. Menos mal que a los locutores de radio no se le ven las manos y no sabemos si llevan guantes o no llevan, y si son amarillos. Se acabaría el encanto. Lo que cambia el cuento dependiendo de quién lo cuente. 

 

 

 



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