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Julián Teurlais como el cartero en Al caer la tarde (1996) |
Corre el verano de mil novecientos sesenta y siete. Un martes
de agosto. Tabaqueros, una aldea cercana al río Cabriel, en plena Derrubiada,
vive sumida en su rutina diaria. La emigración ha dejado la pedanía casi vacía.
Algunas casas no son más que tristes ruinas. La escuela cuenta con siete
párvulos y una niña de séptimo de Primaria. El único bar, lleva ya dos años
sirviendo de granero. La tienda de comestibles, con un altar improvisado, ha
pasado a ser la iglesia. La luz sigue sin llegar, de ahí que, con la llegada de
la noche, los carburos y candiles no tengan un merecido descanso. De la
televisión, ni asomo. Y lo único que llegan son unas cuantas noticias a través
de un transistor portátil y a pilas que suele conectar Eloy cuando le viene en
gana, sin contar las cuatro cartas cuyo encabezamiento reza como sigue:
-”Querida familia: Tan sólo dos letras para saber cómo estáis. Esperamos que al
recibir la presente disfrutéis de buena salud. Nosotros bien, G. A. D”.
Aquel martes de mil novecientos
sesenta y siete, como todos los martes, se recibía el correo. Cerca de las
doce, la apacible atmósfera quedó quebrada por el ruido del motor de la Guzzi
de Gregorio, el cartero, que irrumpió en la calle principal levantando una
inmensa polvareda. ¡Griiii! ¡Ffff! ¡Griii! Detenido el cacharro, el alfaqueque
se apeó de la motocicleta y la dejó apoyada sobre el tronco de un árbol que
huía hacia el cielo y que echaba sus raíces frente a la casa de Higinio y
Virtudes, los padres de María. Gregorio, después de dar los buenos días a los
dos ancianos, se puso a rebuscar en el interior de la manida guayaca de cuero:
-“Esto no; esto otro tampoco...¡Aquí está!”, se dijo para sí. Carraspeó y leyó
en voz alta el nombre y los dos apellidos de María, y le entregó la carta a
Higinio. Acto seguido, se descolgó la cartera del hombro, sacó un pañuelo
estampado del bolsillo derecho y trasero del pantalón, y comenzó a secarse el
sudor. Virtudes le acercó el botijo y durante un rato, en un trago largo y con
temple, con el agua que salía de aquella arcilla blanca que traían los
alfareros de Medina Sidonia, no dejó de hacer música.
Al marchar Gregorio, el silencio volvió a inundar las calles de una calma chicha que convertía aquel paisaje en una irrealidad, que sólo era interrumpida por el murmullo de las azadas a lo lejos, el ladrido de algún perro, el vuelo azaroso de moscas y abejorros, y por las sinfonías de las chicharras. La actividad había que buscarla en las huertas, donde, cuantos habían decidido quedarse, trabajaban sin descanso: Macario, que era de buen conformar; Avelino, que siempre iba más tieso que un palo; Fernando, que se había comprado una mula mecánica -una Bertolini- y los días de intenso calor, cuando labraba, le temblaba la sonrisa, distorsionada por el gasoil; Matías, que no crecía ni con el tiempo ni con la edad; Ángel, que hablaba abrumado y grueso; Enriqueta, la viuda de Jesús, que sacaba adelante a su familia rodeándose de trabajo, felicidad y decoro; Esteban, que, en su afán de llegar pronto a rico, sacaba a pastar en plena madrugada a los chivos y a dos pavos; Andrea, a la que le había dado por los pepinos, porque decía que era lo que mejor se vendía los lunes en el mercado; y por último, completando esta cuadrilla de braceros ímprobos, María, la hija de Higinio y Virtudes, una mujer joven y soltera, entregada a la tierra y al destino. Todos los días del año, ya fuese por la mañana o por la tarde, bajaba hasta las huertas para llevar a cabo la faena que tocase, según la estación: regar las judías y las dos hileras de lechugas; cavar; sembrar; quitar el sapo a las patatas o a las carbas de pimientos... Una hora, otra ..., y así hasta que el cansancio le hacía dejar la azada y detenerse junto a la acequia para achicar el sudor que resbalaba desde su frente hasta el cuello, y que, por momentos, se colaba entre sus pechos. De paso, con la fresca y la abundante agua de las acequias, se irrigaba un poco los muslos. Era la única fórmula que conocía para sobrellevar el calor reinante. Unos años atrás, pensó en irse a la ciudad con su pretendiente, Pedro, el hombre que amaba, pero la rapidez de los acontecimientos, la oposición de los padres de ambos si no había una boda de por medio... Inconvenientes que dieron al traste con aquel sueño. Sin nada firme, María se quedó.
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Rosa Mariscal y Julián Teurlais |
La vida se reducía a un
presente tan rabioso que no quedaba un hueco para pensar en el futuro. Así lo
creía la mayoría de vecinos de Tabaqueros, que, por aquel año, ascendía a 59.
Los niños, sin embargo, ajenos a esta realidad, en cuanto salían de la escuela,
pasaban calle abajo con una galera que habían hecho con un cajón medio roto,
unos botes de hojalata, el foco de una bicicleta, cuatro ruedas de unos
patinetes viejos y unos cuantos plásticos de sacos de abono. Una y otra vez, a
lo largo de la cuneta, la iban llenando de hierbajos y flores. Era entonces,
también, cuando las calles de tierra se llenaban de orines y excrementos de
animales, y regresaba a ellas el murmullo y el ajetreo, y los saludos en el ir
y venir, saludos tan secos y cortos que parecían más graznidos que saludos. A
pie la mayoría: tirando de ramales, de mulas cansinas; el pastor, acorralado de
cabras ojerosas, traviesas y vociferantes; el maíz y los ajos tiernos, a lomos
de la burra, acoplados en las zainas; el cestillo, en la mano, en cuyo
interior iba la tartera y la botella de vino, ambas casi vacías; y el
legón, sobre el hombro; y luego, en la cola de este desfile, la rueda chillona
de una carretilla repleta de hortalizas y una destornillada bicicleta en cuya
grupa renqueante viajaba un saco de patatas, más el fardel grisáceo que colgaba
de su torcido manillar. Y, en fin, era entonces, también cuando esas calles se
llenaban de un mínimo de vida bajo el tórrido sol del verano, un martes, antes
de comer.
En todos los hogares de la aldea se come sobre la una del mediodía. En casa de María, como en otras casas, la mesa ya está preparada. El ambiente es sombrío. Virtudes, la madre de María, está terminando de darle las últimas vueltas a la comida; Higino, el padre, por su parte, ya está sentado, degustando un chato de tinto. Al instante, se oye el gruñir lastimoso de la puerta. Es María que llega. Desde el fondo del pasillo, se le oye decir: ―”¡ Uumh, uajx, qué bien huele eso!”. Ya en el comedor, mientras se quita el pañuelo del cuello y se sienta, dice, dirigiéndose a su padre
―“¡Comed vosotrooos...! ¡En seguida
vuelvooo...!”.
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Rosa Mariscal |
La voz de Pedro retumba en el paraje, en el
pensamiento de María, en su sueño eterno. La carta ha sido fechada cuatro días
antes en Alfafar, un pueblo de Valencia, donde Pedro trabaja en una empresa de
maderas. No hay dudas, es de él: de su puño y letra. Le han concedido un piso
de protección oficial en un buen barrio. Ya tiene puestas las cortinas, las
lámparas, tres mesitas y dos camas. Siempre le ha fascinado la idea de un
hogar, y tener hijos, e ir labrándose un patrimonio propio. Incluso ha estado
mirando un coche. Y con lo que ha conseguido ahorrar, que asciende a 18.640
pesetas, ha abierto una cartilla en Correos. Atrás queda la guadaña, la azada,
el pastoreo; atrás queda el tiempo, el largo silencio, las conjeturas, la falta
de valor y la distancia, como posibles razones de fallidos encuentros.
¿Son
ocurrencias y sucesos reales o ironías propias de una imaginación desbordada?
La mirada de María todavía sigue anclada en la hoja que tiene entre sus manos
como si con ello intentase descubrir al verdadero Pedro, queriendo saber o
adivinar si aquellas palabras son ciertas y, de una vez por todas, deja de ser
centinela de su soledad. Avazada, la lectura, aparecen las preguntas: -“¿Nos
reuniremos de nuevo? ¿Intentaremos rehacer todo...?, ¡Ay, no sé…! ¡Qué nervios!
”.
Como la
princesa que encuentra al náufrago, quería reconocerlo por el tacto,
individualizarlo de los demás sin que hubiera lugar a equívocos. Por eso se
hundía la mano que le quedaba libre en sus propios cabellos, sintiendo que era
la mano de Pedro la que le acariciaba. Luego, sin pudor, pedía que esa misma
mano llegase a unos dominios desconocidos hasta entonces. Y entonces, sin
reparar en los botones, María se arrancó de cuajo la blusa para secarlo,
apretándolo contra su regazo y meciéndolo entre suspiros, sílabas, nombres...
Pero todo esto no eran más que piezas sueltas que María había descifrado
imaginariamente de aquella significativa misiva remitida por Pedro.
Cuando, por
fin, María dejó de ver gigantes y leyó realmente aquella hojuela que venía
dentro del sobre de aquella carta, las lágrimas resbalaban por su rostro como
cataratas. Era un llanto desconsolado. Mientras lloraba, no cesaba de darle
vueltas a aquel papel, cuyo contenido, en realidad, no era más que una única
línea, donde decía:--”Me caso el once de septiembre. Quería que lo supieras”.
Todo fruto de la imaginación, de la espera, de un deseo que inventó palabras,
situaciones; que necesitó creer en quimeras... Piruetas de un amor que se
negaba a morir, que necesitaba hacer suyos cada huella, cada soplo... Ella era
la niña que lo amó desde siempre. Pero nada había sido posible: salir de la
aldea; crear una familia; dejar de estar sola... Mañana, de nuevo, le esperará
la huerta, el trabajo…, pero ya no será ella, sino una silueta que el sol
dibujará en el aire. Cada noche, las imágenes de ese sueño no serán más que
sombras y fantasmas que danzarán en un laberinto. Una y otra vez, se sentirá
perseguida por la necedad y el miedo. Y allí, en Tabaqueros, asistirá a una
vida marchita, embelesada en el halo de un destino que no pudo esquivar.
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