LAS COSAS CONTADAS CON PALABRAS


 

Alfredo Miñarro y Rosa Mariscal. Al caer la tarde (1996)


La mañana se presenta con el pelo despeinado y el foulard naranja al cuello. Muy temprano, ya estamos haciendo teatro, convertidos en arlequines de la memoria, con los calcetines por el tobillo  y los zapatos de clown. Demasiados grises con estas lluvias como para sacar el naranja, que desentona. El tiempo está gris y la escritura transparente, como las vidrieras del imperio.  Tengo una caligrafía un tanto rotunda,  con pocas vocales, ya que me las como por si les da por rebelarse y se meten en el corazón, porque las vocales son muy dadas a las pasiones. Si, por un casual, evito la ingesta, cada mañana las integro en la hoja en blanco y comienzo a formar palabras. Con ellas, empaqueto los sueños. Soñar es como hacer la maleta: dentro, siempre metemos bártulos demás…, sobre todo cosas que nunca deberían salir de casa.  Hay pertenencias que se deben quedar donde están, junto a la infancia,  porque un artista, como diría  Blinky, es un niño que ha sobrevivido a todo y que después se encierra en sí mismo para inspirarse. De ahí sale el hombre que hay dentro, lo que se ve,  sin que sea fácil juzgarlo.  Lo que sale es la pepita de la sandía, la simiente, que entra en la tierra ungida por el agua y ahí conecta con otros mundos,  y hace que salga la flor,  el fruto, la palabra…  Tras la letra…, un chorro de  ilusiones,  porque, escribiendo,  lo que hacemos es coser sentimientos, coser y cantar, hilar sueños, sin más truco que llevar  la pluma por aquí…, la aguja por allá…, buscando la aguja en ese pajar de vivencias…, o en la memoria, en la que siempre nos perdemos,  deambulando por caminos misteriosos, por el camino de la escritura, que es uno de ellos y que, para recorrerlo, se necesita un don, un triunfo de la inteligencia, un camino por el que transitamos en soledad  mientras le dejamos hablar a la herida hasta que deja de sangrar y cicatriza,  tras soportar la incomprensión, la envidia, el rechazo, los reproches… Sabíamos que no nos entenderían…  Sabíamos que  no nos iban a entender…  Por eso decidimos rebelarnos en silencio. Y un día salimos a la luz con un ramillete de palabras en la mano y empezamos a contar un cuento, este cuento u otro, qué importa…, y nos hicimos inmortales, simplemente porque lo que se escribe ahí queda. La letra nos hizo crecer hacia adentro  sin más ropas que la propia memoria, por donde corría la sangre que traía las hazañas, un sinfín de anécdotas, vivencias…, ruidos, pálpitos… De pronto, aparecía el patio, en cuya pared siempre había una piel de conejo secándose;  la sarmentera, con los sarmientos de las vides y de la vida;   la casa, en cuya cueva siempre había un botijo colgando… Y un hermano jugando con otros niños al fútbol, y un pájaro enjaulado, y la soga del pozo con un cubo para sacar agua, y la mirada de los animales… Arriba,  las frías habitaciones;   el baúl, con una kipá de nuestros antepasados y sin recuerdos; y el perchero…, que siempre proyectaba una sombra en la pared. Y abajo el pasillo, por donde salía mi padre subido en una motocicleta, cuando la niña se iba llorando a los párvulos, y mi tía se ponía a rezar ante una santa,  rezaba o gemía, no sé…, tan soltera, tan virgen, vestida de luto o de negro…, luto por ella, por su condena, por su castigo, por la penitencia que se imponía a sí misma por aquella vida tan triste... Todo ello mientras mi madre atendía a las visitas con cierta ironía, porque a veces eran muchas y tenía que hacer un inciso en la conversación para ir hasta la cocina a apagar el puchero, si bien, por ser viernes, no hacía falta apagarlo ya que estábamos en Cuaresma y los garbanzos con espinacas y bacalao no se iban a pegar… Se pegaba la tradición convertida en costumbre, la vigilia, la prohibición divina escrita por hombres intolerantes, porque en aquellos tiempos lo sagrado entraba en los hogares para interrumpir la cotidianeidad y se clavaba en el pecho como una saeta, sobre todo en la noche, en el huerto fértil del deseo, sin piedad, maniatados, aunque al día siguiente volvíamos a ser felices.   


Al caer la tarde (1996). Julián Teurlais como el cartero

La palabra, las palabras, el sombrero, el polvo…  La letra de molde del colegio. Las escuelas y la patria, que nos abría el pecho en canal. Escribir, contar las cosas que pasaban… y leer. O decir lo que no sabíamos decir. Hasta que aprendimos a contar las cosas, a narrar.   Con pólvora y sin ella. Los niños hacíamos pólvora con azufre, carbón mineral y pastillas de clorato. Y cuando iba a explotar, nos subíamos a los árboles. También era primavera, como ahora. En la copa de los árboles, mientras esperábamos a que Emilio prendiera la mecha,  siempre teníamos alguna aparición. A mí siempre se me aparecía una niña con minishort. Fue la novia de mi infancia sin que ella lo supiera. Cuando lo supo, yo ya estaba buscando otro gineceo. Aquello era como “Alicia en el país de las maravillas”, pero sin Alicia. Ahí descubrí lo femenino. Fue cuando quise hacer unos versos alejandrinos para hablar del amor. Pero el amor es mejor comérselo como si fuera una chocolatina. Las batallas se llevan mejor a cabo en horizontal. La verticalidad es muy traicionera y al final te despiertas solo y  agarrado a la entrepierna como si fuera una barandilla. La entrepierna es un púlpito donde no hace falta mover las manos. El rito necesita quietud. Y la palabra también. Escribir es hacernos confesiones a nosotros mismos, todas aquellas que teníamos guardadas desde que comenzamos a vivir en el vientre, donde se oía todo. Ahora ha llegado el momento de contarlo. A mi manera.

 


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1 Comentarios

  1. Gracias por hacernos disfrutar de ese Don tan maravilloso que tienes…
    Y no dejes de poner esas vocales en las hojas en blanco cada mañana
    ¡Buenísimo!

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